HUBO un tiempo -que ya comienza a quedar lejano...- en que los billetes de avión se vendían, casi, en estuches de terciopelo. Volar era una costumbre de sibaritas y un sueño para el común de los mortales. Uno iba a coger un avión y visitaba a los parientes próximos (“por si no volvemos a vernos...”) camino del notario, donde iba a firmar el testamento. Tan extraña era la ocasión. Uno oía el precio del billete y preguntaba, ¿qué, de dónde despega la alfombra voladora...?

Todo cambió porque esa es la inercia de los mercados: dar de sí, ser flexibles para llegar al corazón -y al bolsillo...- del consumidor. Llegó el overboking de las compañías aéreas y el mundo, de repente, empequeñeció como una camiseta de algodón lavada en agua caliente. De un día para otro, Nueva York estaba a la vuelta de la esquina y Tokio, unos metros más allá. Como consecuencia de la oferta, los precios comenzaron a ajustarse como un guante. Volar ya no era un capricho ni un imposible: se convirtió en una necesidad. Llegar cuanto más lejos más pronto, ese es el lema de esta época.

Ese sueño al alcance de la mano, como es lógico, incrementó la demanda y ahí apareció el acabose, el penúltimo abracadabra: las compañías de low cost. De pronto el español quería ir a por el pan y el periódico en clase turista a borde de un Boeing y los aeropuertos comenzaron a atiborrarse como la sevillana calle Sierpes en plena Semana Santa. Lo que hasta entonces había sido una fantasía, el prodigio de volar, pasó a convertirse en un engorroso trámite.

El último paso farragoso es el que hoy nos ocupa: si quieres las tres bes, el bueno, bonito y barato, planifícate la vida con antelación. A cada semana que te anticipas a la fecha de partida para comprar el billete, euros que te ahorras. El problema está en esa suerte de ruleta rusa a la que uno se expone. Un esguince, la caprichosa gastroenteritis, la mano negra del paro o cualquier otra circunstancia que se cruce en el camino puede convertir el billete en papel mojado. Así que oír que La Paoma exige sintonizar la bola de cristal con más antelación si cabe da un miedo quepaqué.