la segunda vuelta de las parlamentarias iraníes celebrada la semana pasada (la primera vuelta se disputó el pasado 26 de enero) ha girado en torno a un malentendido que tiene más de mala fe que de ignorancia: que Irán sigue sancionado por los Estados Unidos a causa de la política del anterior Gobierno iraní. En cuanto a la ignorancia política de las masas, esta es enorme en una república teocrática de valores democráticos muy discutibles.

De ahí que en estos comicios, los 68 escaños en disputa (todo el Parlamento cuenta con 290 diputados) fueran lo de menos. Para el chiísmo radical, encabezado por los Guardianes de la Revolución y los imanes absolutistas, esta batalla electoral era la gran oportunidad de desacreditar a la política moderada del presidente Rohani que iba camino de ganar las parlamentarias y endosarse ante la opinión pública los escasos beneficios derivados del acuerdo nuclear firmado con Occidente hace tres meses.

El bando radical lucha tanto por los principios de la revolución de los ayatolás como por las propias prebendas, unos privilegios que fue acumulando al amparo de la implantación del sistema teocrático y la guerra contra Irak. Como en tantas dictaduras y economías dirigidas, las finanzas del Irán de los ayatolás han ido de mal en peor hasta provocar la sustitución en el Gobierno de los Guardianes de la Revolución por Rohani y sus moderados.

Ese deterioro económico se debe en gran parte a la incompetencia gubernamental y a una burocracia asfixiante -cosa especialmente nefasta para el sector bancario- y, en mayor parte aún, por las sanciones impuestas por los Estados Unidos y la ONU a Teherán a causa de la faceta belicista de su programa de desarrollo de la industria nuclear así como por el apoyo iraní al terrorismo, la construcción de misiles y la infracción reiterativa de los derechos humanos.

Las sanciones occidentales ahogaron prácticamente al país y el ascenso de Rohani a la presidencia fue el lavado de cara del líder máximo, Ali Jamenei, para rectificar su política y aceptar las exigencias internacionales sobre el control de la industria nuclear. Consecuentemente, la ONU levantó las sanciones e Irán pudo volver a exportar petróleo y competir en el mercado internacional con todo tipo de mercaderías. Eso supuso un fuerte alivio para la macroeconomía nacional, pero no se nota apenas en el nivel de vida de los ciudadanos de a pie.

Porque -cosa que la oposición radical iraní oculta empecinadamente- nadie se atreve todavía a invertir en Irán por desconfianza en el régimen de los ayatolás, así como por la paralización de las reformas estructurales y las renovaciones tecnológicas que una burocracia omnipresente y prepotente no sabe poner en marcha. Y, sobre todo, porque la ONU levantó sus sanciones, pero no los Estados Unidos que consideran que Teherán sigue pisoteando los derechos humanos y apoyando al terrorismo.

Y el bloqueo estadounidense induce a la banca internacional a no dar créditos a los negocios con o en Irán ante el riesgo de represalias norteamericanas, en tanto que Washington mantiene congelados los 100.000 millones de dólares del banco nacional iraní bloqueados en aras de las mentadas sanciones. Solo 3.000 millones de esa partida fueron liberados por los recientes acuerdos nucleares.