TIENE razón Napoleón cuando asegura que el mal de la calumnia es semejante a la mancha de aceite: siempre deja huellas. Cobra vida la vieja sentencia ahora que se pregona a los cuatro vientos las malas artes de algunos, de aquellos que vierten por la taza del inodoro o por los desagües del fregadero aceites o toallitas húmedas. A Dios gracias aún no hemos detectado entre los nuestros la vieja costumbre de Nueva York de arrojar por la taza crías de cocodrilo que se conviertan en gigantescos saurios albinos y ciegos. Es bien sabido que se trata de una leyenda urbana pero conociendo a los propios, nada extrañaría que estuviese inspirada en la verdad.

El biólogo Edward O. Wilson asegura que las especies desaparecen a un ritmo de tres por hora. A este ritmo de desforestación de la vida al ser humano le quedan cuatro telediarios. Durante más de dos décadas, las profecías de los ecologistas merecieron la burla de los incrédulos o el silencio de quienes se sentían señalados. Ahora, los científicos les dan la razón. Aún así, hace falta que vengan desde el Consorcio de Aguas Bilbao Bizkaia para decirnos que no se pueden arrojar los residuos grasos ni las toallitas húmedas por la taza del váter porque ensucian las aguas. ¡Caramba, jamás lo hubiera imaginado!

Vemos cómo comienza a regularse el tráfico jugándose en la mesa de black jack las matrículas: hoy circulan las pares y mañana las impares. Llamamos errores a nuestros horrores con la vana esperanza de que no nos señalen con el dedo. No se trata de una confesión. No recuerdo haber arrojado jamás una toallita de esas a esa boca del infierno de porcelana. Y hace años que reciclo el aceite en casa. No merezco la condición de santo por ello; ni siquiera una mísera medalla. No en vano fumo -ando en el camino de dejarlo por amor al medio ambiente de mi salud...- y cojo aviones. No conduzco porque no quise que el volante me transformase en un míster Hyde sintiéndome un doctor Jeckyll pero no renuncio a embarcarme en un automóvil si me llevan.

“La naturaleza está ya muy cansada”, escribió el fraile español Luis Alfonso de Carvallo. Fue en 1695. ¡Ay si nos viese ahora! Miramos al cielo como si la climatología necesitase internarse en un manicomio por una temporada. Donde llovía no llueve y donde no caía una gota se inunda la tierra; el hielo de los polos se calienta y los bosques sufren una galopante alopecia, sin crecepelos que frenen la caída. Ya sé que no es justo culparle a usted de todos estos desmanes, pero tampoco piense que puede irse de rositas de este asunto. Apenas quedan un puñado de limpios de corazón y de obras. Y si es uno de los del aceite, lo merece. ¿Qué? Llamarle lo que es: ¡Guarro!