Los clubes de fútbol gestionan sentimientos, los de los aficionados, pero sobre todo recursos económicos. Y su principal fuente de ingresos proviene de la locura televisiva semanal, fútbol casi a diario como analgésico social frente a todo lo negativo que nos rodea, una droga social que ningún gobierno osa criticar. Ahora todos estos clubes de fútbol van a pasar de un sistema en que cada uno vendía de forma individual sus derechos de retransmisión de partidos a uno nuevo, forzoso y obligatorio, de venta colectiva de los mismos. La publicación en el BOE del Real Decreto-Ley (ya validado por el Congreso) que impone la venta conjunta de los derechos de retransmisión de los partidos de fútbol, la singular convocatoria de huelga que siguió a su aprobación (convocatoria suspendida cautelarmente por los tribunales, y que merecería un comentario aparte, porque utilizar el derecho de huelga para encubrir otros intereses y debates ajenos al interés profesional de los trabajadores afectados supone pervertir el sentido de tal derecho), la guerra latente entre la LFP y la Federación Española de Fútbol y todo el morbo social y mediático que rodea al mundo del fútbol ha abierto de nuevo el debate acerca del supuesto carácter como cuestión de “interés general” que el Gobierno otorga a este circo global en que se ha convertido la industria del fútbol profesional en el que los futbolistas parecen convertirse en los nuevos gladiadores del siglo XXI.
¿Era urgente la aprobación y publicación de la norma, había una razón que justificara la vía de urgencia y la ausencia de información previa acerca de su contenido? ¿Esta es la manera en la que el Gobierno central da muestras de la tan cacareada transparencia? ¿Hay razones de peso para dar un trato tan diferenciado y privilegiado a este mundo del deporte profesional, y del fútbol en particular, como sector empresarial? ¿Por qué se impone una norma intervencionista? ¿Por qué no se ha optado por el modelo inglés, basado en la venta colectiva por libre iniciativa? ¿Permitirá este nuevo maná de ingresos superar los gravísimos problemas de financiación de esta locura organizada llamada fútbol profesional? Apuesto a que no, y la cuestión es si alguien ha pensado que esos mayores ingresos serán obtenidos de nuevo a cuenta y cargo del consumidor.
La guerra del fútbol es realidad la batalla por estos derechos, los mismos que acaban marcando las enormes distancias competitivas entre clubes, un debate que lleva encima de la mesa de sus dirigentes desde los años 90. Por cierto, Barça y Real Madrid se han blindado dentro del nuevo reparto, como mínimo hasta el 2020, de forma que no pierdan más de lo que hasta ahora ganan cada año.
Y ahora se nos quiere hacer creer, para justificar este nuevo modelo, que solo con la intervención imperativa del legislador va a ser posible promover la competencia en el sector. En realidad hablamos de televisión de pago y cabe preguntarse, por tanto, dónde quedan los derechos de los consumidores.
Como bien ha apuntado un gran experto, el profesor mercantilista Alfaro, solo Telefónica (una vez adquirido Sogecable) tiene realmente los medios y los incentivos para acudir a la subasta de derechos televisivos y comprar los derechos que no quiera comprar nadie más; las demás plataformas de televisión de pago adquirirán derechos de emisión a Telefónica, y esta trasladará ese mayor coste a lo que pagan los consumidores por ver el fútbol. La hipocresía del Gobierno, al considerar “de interés general” y por tanto obligatoriamente emitidos en abierto y gratis un partido por jornada, los partidos de la selección y los más interesantes de la Champion cuando participan equipos españoles es clara, porque los ingresos de los clubes podrían aumentar si se eliminasen tales peajes.
En la Premier inglesa el paso de sistema de venta individual al de venta colectiva resultó muy exitoso económicamente. Pero fue una decisión voluntaria, no impuesta por el legislador. ¿Qué excusa se pone para justificarlo ahora, como ya se ha hecho en Italia o en Francia?
El argumento es la obligación de destinar una parte (migajas, en realidad) de tales ingresos a la promoción de otros deportes y al fútbol aficionado. Esta es la principal argumentación para justificar la intervención del Estado en las relaciones entre entes privados, como son los clubes y la empresas que explotan el fútbol televisado. Este objetivo hubiera podido lograrse estableciendo un impuesto específico a los clubes profesionales, o fijando la obligación legal de destinar parte de su presupuesto a tales actividades.
Los clubes siguen siendo los dueños de sus derechos de transmisión, pero se les obliga a cederlos para su comercialización conjunta a la Liga de Fútbol Profesional; este organismo, la Liga, deberá comercializar los derechos por lotes, mediante subasta y por un período máximo de tres años.
El reparto parece en teoría contentar a todos: los más grandes siguen siendo más poderosos, los de la liga “intermedia” cobrarán en teoría algo más, y los de abajo verán mejorada algo su competitividad en términos de ingresos... todo eso si la subasta funciona; la 1ª división se queda con el 90% de los ingresos, la 2ª división con el 10%; ese 90% se divide al 50%: la primera mitad se reparte entre todos los clubes por igual; la otra mitad en razón del éxito deportivo de los clubes y su “implantación social” (recaudación de abonos y taquilla media de las últimas cinco temporadas, junto a las audiencias televisivas medias).
Mis viejos recuerdos como aficionado chocan con esta impactante realidad económica: el fútbol es negocio, puro mercado, los aficionados somos meras comparsas. Triste realidad para los amantes del romanticismo futbolero de antaño.