aL sentirse poderosa degeneró y hoy la televisión, que coloniza más de una sexta parte de la vida de la gente, es proveedora y gestora de emociones. Malamente. Y así como el cine, la literatura y el arte las administran con criterio y cariño para explorar especulativamente el mundo de lo humano, las emociones televisadas son vulgares desahogos de empacho rápido y digestión grosera. La clase de emoción que suministra la tele no alimenta y abotarga como el veneno. Todo lo deshonra, lo maltrata, lo envilece, lo destroza. También la catástrofe aérea ocurrida en los Alpes franceses.
No era la ansiedad informativa -querer saber con premura por qué el avión alemán se estrelló con 150 hombres, mujeres y niños a bordo- lo que movilizaba a las cadenas, sino robar y difundir a toda prisa las imágenes del dolor, ese desfile despiadado de los familiares de las víctimas acudiendo al aeropuerto rotas, expuestas, estremecidas, mercadeadas... ¡Un vilipendio mediático que se está cumpliendo con Ana Rosa y Griso y sus equipos de carroñeros! Al escenario fue enviado Nacho Abad, relator de la crónica negra, a remover cadáveres y escrutar el sufrimiento como forense de la muerte. Susana y la Quintana se disputan este espectáculo repugnante, aún no tipificado en el código penal como tantas otras fechorías en tu España, Mariano, impune y corrompida.
Sobran protocolos para transmitir con respeto las tragedias. Basta con tener alma sensible por dentro y decencia profesional por fuera. Responda cada uno: ¿cómo le gustaría que narrasen en imágenes un hecho truculento si su hija, hermano o pareja estuvieran entre los fallecidos? ¿Querría verse en la procesión de la angustia y que televisaran su íntima y desgarrada aflicción? Madre mía, pues eso. ¡Dejen en paz a esas personas con su tristeza infinita! ¿O van a seguir con el tráfico de sentimientos y desbordándolos en la comunicación? Si una sociedad asiste indiferente a la malversación emocional es que no ha madurado e ignora que el corazón es ese lugar donde viaja la mente a reencontrarse.