vivimos tiempos en la política y en lo social que recuerdan a lo dicho por el gran poeta Machado, quien, refiriéndose a movimientos sociales, venía a decir: “qué difícil es, cuando todos suben, no subir uno mismo también”. Es difícil no dejarse seducir y convencer por la ola de indignación, de ruptura con el sistema, de apuesta por la radicalidad para poner todo el sistema político y social boca abajo; cuánto encanto tiene presentarse como el impulsor de la demolición del sistema, qué simpatías despierta quien esboza exabruptos, insultos y dosis plenas de energía negativa contra todo lo que suene a defensa del sistema. Qué atracción ejerce el poder del péndulo: pasar directamente, sin solución de continuidad, de un extremo a otro, dar la vuelta completa al calcetín, dicen otros, que no quede ni rastro del sistema, dicen los más vitoreados.

Todo intento reformista que no defienda la ruptura absoluta y radical con lo preestablecido suena a connivencia con la “casta”, con los corruptos, con los responsables del “desastre” actual. La anarquía crece en el caos y el populismo emerge con fuerza cuando la ola de indignación ciudadana nubla todo lo que no sea derribar lo establecido. Vivimos una época convulsa donde las promesas retóricas valen mucho más que los ejercicios de realismo responsable. La política no ha sido ni debe ser nunca un parque de atracciones y, sin embargo, el discurso que no ponga a la tropa, que no libere endorfinas antisistema, quien no promueva empujar al abismo todo lo preexistente está ya amortizado, fuera de combate y además demonizado por pertenecer al sistema, a lo establecido, a lo superado, a lo obsoleto.

El Gobierno vasco, con el lehendakari Iñigo Urkullu a la cabeza, intenta seguir su propio camino, menos preocupado por la épica y más centrado en sacar adelante el país, sin olvidarse de construir nación, lo que en realidad somos, y sin dejar de trabajar por su reconocimiento, como factor clave para lograr el encaje de nuestra singularidad en el Estado y en Europa. Este discurso suena para muchos rancio, desfasado, conservador, poco patriótico...y cuantos adjetivos peyorativos quieran añadirse.

En este contexto, la visita del lehendakari al rey ha sido vista por muchos actores y observadores políticos como un acto casi de sumisión, cuando no de claudicación a nuestro proyecto de construcción nacional. No comparto estas críticas, a riesgo de ser tildado de ingenuo perpetuador de lo establecido. El fácil maniqueísmo imperante convierte a todo aquel que no siga las pétreas y homogéneas consignas militantes al pie de la letra en un retrógrado, en un parásito del sistema, que en realidad no critica (ni al sistema ni a sus actores) para seguir viviendo de él.

Yo escribo desde la libertad de criterio de quien nunca se ha dedicado a la política y tiene su vida personal y familiar ubicada en otros campos profesionales. Escribo desde la frustración que genera comprobar que el diálogo, el consenso, la negociación dejan paso a la confrontación, a la trinchera ideológica, a la versión tribal y cainita perturbadora de la convivencia. Y escribo para defender que esto de apostar al todo o nada nos lleva al abismo y a la falta de soluciones a problemas urgentes como la dimensión social, industrial, educativa e incluso identitaria de nuestra realidad como pueblo vasco.

Acudir a charlar con el monarca no supone legitimar acríticamente la monarquía ni defender la indisoluble unidad de la nación española. Nosotros, los vascos, integramos una pequeña nación, insignificante para muchos, muy importante para los que creemos en ella. Ser conscientes de nuestra diminuta dimensión es clave para actuar de forma inteligente. Crear buen clima relacional con quien puede ser tu aliado futuro, aportar dosis de cordura y de sensatez en medio de la bronca constante es un valor a subrayar y una estrategia a defender y a mantener. Exponer con franqueza tu planteamiento de país no te convierte en connivente con el sistema corrupto, sino que permite tender puentes que en el futuro serán más necesarios que nunca. Nuestra mejor tradición pactista es lo que nos diferencia hoy día, por ejemplo, y sin más lejos, de la situación catalana.

La autocrítica, nuestra autocrítica como sociedad vasca, se vende muy cara. Casi nadie reconoce sus propios errores. Siempre es más fácil cargar a otro la responsabilidad de lo mal hecho o de lo mal que acaba. Somos (y la sociedad vasca en particular) expertos en buscar enemigos o responsables externos para lograr así huir del reconocimiento de nuestra parte alícuota de responsabilidad o de culpa. La autocomplacencia y el exceso de ombliguismo (siempre mirándonos, contemplándonos a nosotros mismos) es mala consejera para diagnosticar los problemas nucleares que afectan a nuestra sociedad y gripan el motor de su futuro desarrollo.

Por todo ello, y recogiendo la sabiduría irónica y poética del mensaje de Antonio Machado, propongo no acomplejarse, bajar cuando los demás suben, ir un poco a contracorriente, dejar el fácil gregarismo de protesta aparcado y ponerse a trabajar con humildad y constancia para mejorar las cosas con responsabilidad, modificando lo que haya que cambiar y adecuar, pero asumiendo entre todos los costes de tanto tiempo anclado solo en la queja y en la bronca.

Así solo, con gritar qué mal está todo, no se construye ni país, ni empresa, ni sociedad, ni familia y por supuesto no se construye la política de verdad, más necesaria que nunca para mirar al futuro con esperanza.