esta semana la tuerca que aprieta el corazón del sistema político, la corrupción, ha vuelto a ser noticia, ante la atónita e indignada mirada ciudadana. Por desgracia, en pleno siglo XXI el fenómeno de la piratería, esta vez también suelo firme, en tierra, ha regresado desde la literatura a los teleberris. El pirata, entendido como bandido o saqueador, ha venido históricamente caracterizado como quien navega sin licencia y asalta y roba barcos. Se distinguía del corsario, ya que éste saqueaba las embarcaciones enemigas con la autorización del Gobierno de su nación. De ahí surgió la expresión “patente de corso”, que otorgaba impunidad a quienes portaban tal autorización para atacar barcos y poblaciones de naciones enemigas.

Algo similar, en cuanto a esa aparente sensación de impunidad, unido o sumado al carácter entre chulesco, burlón, prepotente y socarrón de algunos dirigentes del PP de la era Aznar -recordemos ahora a Zaplana, a Cascos, a Rato, a Trillo, a Matas o a Acebes, entre otros- parece volver a la actualidad tras el avance de la instrucción judicial del caso Gürtel y la percepción del escándalo de corrupción y de nepotismo que revela.

Las relaciones entre ética y política son un tema de viva discusión cotidiana, ahora más que nunca. Han coincidido en el tiempo diversas circunstancias cuya resultante es demoledora para nuestras prácticas habituales y que nos va a obligar a una profunda elevación de los criterios de lo que juzgamos aceptable en política desde un punto de vista ético.

La política se juega con demasiada frecuencia en los tribunales. El recurso a estos es un derecho y, en ocasiones, una obligación, pero tiene sus limitaciones. Su abuso es, de entrada, un síntoma que conviene analizar. Pone de manifiesto una escasa capacidad de la política para articular ciertas demandas y que nos hay cauces propiamente políticos para articular las exigencias de responsabilidad; pero también porque falta competencia a los agentes políticos que tratan de ganar en el terreno judicial lo que no han sido capaces de obtener en el plano político. Los límites de la judicialización de la política estriban en que los tribunales sancionan lo jurídicamente reprobable pero no están indicados para juzgar la competencia política. En un contexto de decisiones públicas, que afectan a otros y que pueden ser juzgadas por esos otros, del mismo modo que la tranquilidad de conciencia no asegura que uno haya actuado bien, que un tribunal desbarate una imputación no quiere decir que acredite la corrección política de sus decisiones.

En relación a las derivadas judiciales que están aflorando en el caso Gürtel y en los llamados papeles de Bárcenas, ahora volverá a removerse la teoría de la supuesta conspiración contra el PP, la inefable respuesta política-defensiva argumentando que “otros también lo hacen”, que en todas las “casas” políticas hay corruptos, pero ambas tácticas dejan paso a la evidencia de unos niveles de corrupción que reclaman un juicio justo y contundente. Por cierto, de nuevo se maneja ahora la presunción de inocencia como varita mágica para poner freno al escándalo, a la obscenidad y al esperpento que representa esta secuencia continuada de casos de corrupción que hacen sucumbir la confianza de los ciudadanos en la política. Es cierto que esa presunción de inocencia es constitucionalmente invocable, pero entonces seamos coherentes y empleemos tal previsión en todos los casos, no solo cuando interesa o afecta a miembros de una concreta familia política que recurren a pabellones de conveniencia tejiendo redes de corruptelas amparados en la confusión entre negocio y política, en la concepción de la res publica como objeto de su codicia y de patrimonialización en beneficio propio.