el cinismo es un buen analgésico en política, pero puede volverse frente a quien lo esgrime. Afirmar, como de forma poco convincente manifiestan líderes del PP o del PSE, que el Estatuto de Gernika representa ya, per se, la manifestación palpable del derecho a decidir (o del derecho a ser consultados) de los vascos sitúa de nuevo el debate en el centro de la polémica política. Esta afirmación encubre una flagrante hipocresía e incoherencia: ¿Por qué nos piden cumplir con la legalidad vigente si ellos la incumplen una y otra vez, no dando pleno cumplimiento a las disposiciones de nuestro Estatuto de Gernika?; ¿Por qué juegan con las cartas marcadas de un Tribunal Constitucional creado para imponer la red pelágica de un centralismo exacerbado y que hace perder la confianza en el sistema?; ¿Por qué se alejan de la cultura del diálogo, del pacto, del entendimiento, de la negociación leal y de frente?; ¿Qué legitimidad tiene su discurso cuando se amparan en los resortes del Estado para evitar dar cauce de resolución política a problemas de convivencia que tienen a su vez un origen político?
Quisiera recordar ahora de qué forma fue zanjado y borrado del mapa social el debate en torno al derecho de los vascos a ser consultados: mediante la demonización del sentimiento nacionalista vasco y la judicialización del concepto de soberanía popular y del sujeto titular de la misma, destinatario en definitiva de ese derecho a poder ser consultados sobre cuestiones de especial interés político y social.
La sentencia del Tribunal Constitucional referida a la ley vasca de consultas (una vez más, como siempre que se enfrenta a cuestiones de Estado) machacó jurídicamente el debate, como lo hará con la ley catalana, y lo hizo exponiendo su fundamentación técnica mediante el recurso, sin rubor alguno, a argumentos de corte político. La goleada constitucionalista se basó en reprochar a la iniciativa tres vicios de inconstitucionalidad: competencial, procedimental y sustantivo. Y la sentencia colocó triple candado o blindaje (término que aquí sí puede ser empleado) frente a futuras iniciativas: el único pueblo soberano es el español, representado por las Cortes Generales (Congreso y Senado español). El segundo argumento consistió en estimar que la propuesta reivindicativa del derecho a ser consultados como un demos o sujeto político diferenciado del todo estatal “afecta al orden constituido y al fundamento mismo del orden Constitucional”. Y el tercero reiteró expresamente la inexistencia del pueblo vasco como sujeto político y por tres veces reafirmó la voluntad soberana de la Nación española, única e indivisible, titular único de la soberanía.
La inercia del bloque de constitucionalidad fijado en 1978, en el contexto de una entonces (y ahora, todavía) inmadura y frágil democracia, parece tener que subsistir normativamente sine die, sin plazo de caducidad, como si estuviese escrito sobre mármol y fuese imposible el más mínimo retoque; se entroniza un andamiaje institucional construido en un contexto político más cercano entonces al temor frente a una involución democrática que al deseo de conquistar un futuro en clave de nuevos consensos.
El debate sobre el derecho a poder ser consultados (para saber si estamos ante un falso conflicto o si realmente hay una mayoría clara a favor de establecer un nuevo estatus relacional con el Estado en la distribución territorial del poder político) debe entenderse desde una perspectiva de bilateralidad asimétrica, desde la necesaria confianza recíproca (ahora inexistente), desde la lealtad y el respeto mutuo? La ratio, la razón última de esta reivindicación política, no es buscar, como morbosamente se subraya en numerosos medios, un choque de soberanías, ni es un atajo hacia la independencia: responde, creo, a una adecuación del concepto de soberanía a la realidad social y política del siglo XXI, proyectada en este caso sobre el gran problema irresuelto en nuestra sociedad vasca: nuestra inserción como nación dentro de un Estado organizado políticamente mediante una descentralización que no responde a la verdadera cultura política de los sucesivos gobiernos sobrevenidos desde 1978.
Demasiados diques, demasiados muros, que muestran en realidad, tras la apariencia de fortaleza del Estado español, el vértigo, la inmadurez democrática, la ausencia de una audacia necesaria para superar enquistados y casi perpetuos debates irresueltos.