no parecen soplar vientos favorables para esta reflexión: el cansancio, el hartazgo y la existencia de problemas sociales acuciantes hacen que la exigencia de adecuación de la interpretación de las leyes al tiempo en que han de ser aplicadas parezca ya un obsoleto principio jurídico alejado de las preocupaciones ciudadanas. Puede entenderse esa distancia, ese cierto escepticismo social, ese desapego fruto del agotamiento ciudadano ante una realidad tan enquistada y demasiadas veces argumentada con el recurso a tópicos huecos, términos gastados en el imaginario social como “proceso de paz”, “proceso democrático”... Todo eso es cierto, y también la sensación de que falta humildad y autocrítica por parte de quienes con frecuencia solo atisban a repudiar y a protestar selectivamente contra ciertas vulneraciones de Derechos.

Pero, pese a todo el reto y la apuesta por la convivencia merece la pena, no se debe abandonar y menos ahora. Nadie dijo que esto fuera a ser fácil. No hay que desfallecer. Y para ello hay que reivindicar y relegitimar el Estado de Derecho como instrumento de convivencia, incluso y también en su proyección hacia quienes trataron de hurtarnos la libertad mediante el recurso a la violencia. Esto solo puede lograrse si el Derecho, el Estado y las instituciones que lo sustentan muestran su capacidad de adaptación a una nueva realidad que reclama pasos a todos, más a unos que a otros, es cierto, pero todos deben, debemos sumar en la dirección correcta hacia una convivencia social en paz y el repudio y rechazo a la violencia y a los abusos.

Nuestro término técnico en euskera, “zuzenbidea”, traducible como “camino recto”, corresponde de forma etimológicamente perfecta a la denominación heredada del Derecho romano, en el que hunde sus raíces buena parte de nuestro sistema jurídico vigente. Y eso significa huir de utilizaciones torticeras o fraudulentas del Derecho, eludir meandros normativos que encubran auténticos fraudes de ley.

Esta premisa exige huir de simplificaciones siempre estériles e injustas y ha de suponer también no caer en la demonización apriorística de conceptos, porque la realidad social y jurídica es mucho más compleja de lo que los habituales discursos políticos pretenden hacernos ver, elaborados casi siempre desde un maniqueísmo tan superficial como perturbador.

Las Constituciones son pactos de convivencia que conjugan dos elementos: el reconocimiento y protección efectiva de los derechos de las personas, por un lado, y la división y ordenación del poder, para limitarlo e impedir abusos, por otro. De esos dos elementos, el fundamental son los derechos, porque son el fin último de las Constituciones -la garantía de la libertad de las personas-, y porque sin ellos, con sus lógicos límites, no hay verdadera democracia.

Nuestro contexto político y social ha cambiado, está mutando, y exige -de hecho, una interpretación correcta de la propia Constitución así lo reclama- abandonar el recurso a la legislación de excepción, sea penal, penitenciaria o procesal, exige también ahormar y adecuar su interpretación al contexto presente y exige por último proceder a la normalización jurídica y política de aquello que todavía es tratado como excepcional. Un ejemplo basta: que el exmandatario castellonense miembro del PP, el señor Fabra, logre eludir su ingreso en prisión tras agotar sus recursos judiciales por la mera solicitud de indulto al gobierno suena tan obsceno como injusto cuando sigue habiendo presos ubicados en el mal llamado “entorno de ETA” en prisión a la espera de juicio, o sin sentencia firme, o a la espera de expedientes cuyo mantenimiento procesal activo o hibernado solo parece responder al deseo de mantener viva la llama del rencor y el castigo por el castigo. Y mantener inalterada la política penitenciaria es un error, una equivocación que lastra y dificulta de forma tan inútil como estéril el avance hacia una convivencia futura en paz, ansiada por todos y que se apoya en la noción de justicia material.

Hay que recordar al jurista alemán Konrad Hesse. Acuñó la idea de “voluntad de Constitución”. Según su planteamiento, la Constitución no es sólo un trozo de papel (como decían Lasalle primero y Jellinek después), sino que ordena y transforma la sociedad y la vincula jurídicamente. Reconoció que la vigencia de la Constitución está directamente condicionada por su realidad histórica. Así ha sucedido -y sucede- en Euskadi. La realidad de la violencia ha impedido que una parte esencial de la Constitución -los derechos fundamentales- haya sido aplicada de forma ajustada a los cánones de protección de tales derechos. Afortunadamente, la realidad ha cambiado, y con ella las posibilidades para una relectura y una adecuación a cánones de normalidad democrática de todos esos derechos humanos se amplían.

Junto a la verdad, la memoria y el reconocimiento y reparación de todas las víctimas, debe avanzarse en la desactivación de la legislación provocada por la violencia. Para no olvidar la barbarie y para aprender de esa trágica lección hay que sentar ya, cada día, las bases del futuro, hay que recuperar la efectividad de los derechos humanos y, con ello, construir bases de convivencia en Euskadi.

Sólo si hacemos realidad la igualdad de todos los ciudadanos que proclama la Constitución, si admitimos que no cabe enfangarse en vericuetos legalistas, seremos capaces de atraer hacia el sistema democrático y de participación social y cívica a quienes erróneamente se empeñaron durante años en imponer por la fuerza de las armas sus concepciones. ¡Ojalá aprendamos la lección, y el Derecho sea un instrumento que permita vehiculizar las decisiones democráticamente adoptadas!