EL pronunciamiento del Tribunal Constitucional en torno al esperado recurso de amparo presentado por los condenados por el Tribunal Supremo en el llamado caso Bateragune se ha consumado con una llamativa dimisión interna, una sentencia elaborada en el seno de un tribunal fraccionado en dos bandos (siete magistrados frente a cinco), dividido en dos mitades ideológicas marcadas por un divergente planteamiento jurídico protector de derechos constitucionales vinculados al caso: el derecho a un juez imparcial (es decir, el derecho un juicio justo) y la presunción de inocencia (es decir, la necesidad de que la carga de la prueba acusatoria en la que se fundamenta la sentencia condenatoria no quede basada en meros indicios probatorios).
En un Estado de Derecho no sería necesario comenzar explicando que criticar una sentencia no implica ni supone apoyar empáticamente al condenado ni a sus ideas políticas. En un país no tan contaminado políticamente como éste no habría necesidad de explicar que el rotundo rechazo a ETA, a su totalitarismo terrorista y a su sinrazón no impide construir una crítica política y jurídica dura en torno a los abusos, las diferentes varas de medir y los agravios que desde el propio Estado de Derecho se cometen. Pero parece una premisa necesaria para que gane en credibilidad democrática una reflexión acerca de la sentencia dictada por el Tribunal Constitucional en el caso Bateragune.
Es cierto que el Tribunal Constitucional no es una tercera instancia que vuelva a enjuiciar los hechos. Pero la débil, indiciaria y alejada de toda prueba de cargo condena a los imputados se ha considerado finalmente válida por parte del TC, pese a que los hechos declarados como probados y los fundamentos jurídicos de la sentencia de la Audiencia Nacional, en primera instancia, y del Tribunal Supremo, después, hilaban un endeble discurso que se sustentaba en la creencia o percepción aprehendida, captada y retenida a partir de indicios, suposiciones, declaraciones de prensa y seguimientos policiales que no lograban demostrar de forma fehaciente un hecho de tanta gravedad como el que justifica y fundamenta tal sanción penal, el de pertenencia a un grupo o banda terrorista.
Tras tantas palabras, tras tantas argumentaciones, la pregunta clave sigue en el aire: ¿Cómo y de qué forma se transforma la convicción personal de ciertos magistrados (es decir, que estamos ante integrantes de ETA) en pruebas de cargo y condena irrefutables?
Tras la sentencia del Tribunal Supremo solo quedaba el recurso al Tribunal Constitucional, y ahora la vía de la Corte de Estrasburgo vuelve a abrirse como la única existente a la búsqueda de un fallo judicial imparcial y justo. El TC tenía ante sí los sólidos argumentos contenidos en los dos votos discrepantes que se manifestaron en el seno del Tribunal Supremo y que aportaban potentes argumentos de crítica frente a la sentencia condenatoria de la Audiencia Nacional. Por todo ello, la discrecionalidad interpretativa de la mayoría de los miembros del Tribunal Constitucional genera escepticismo cuando no estupor, y conduce a la mayoría de la ciudadanía vasca a cuestionar su verdadera independencia de criterio, algo muy grave porque socava los fundamentos de todo Estado de Derecho.
La deslegitimación del terrorismo no puede venir de la mano de sentencias que incorporan más ocurrencias que fundamentos jurídicos. Los jueces deben hablar con la ley y aplicando la ley. El Boletín Oficial del Estado publicó hace ya meses el Convenio del Consejo de Europa para la prevención del terrorismo. Este Tratado internacional, que prevalece sobre las leyes internas españolas, nos recuerda que todas las medidas tomadas para prevenir o reprimir los delitos terroristas deben respetar los valores democráticos, los derechos humanos y las libertades fundamentales, y en particular debe respetar la libertad de expresión. El Convenio marca una línea muy clara (la misma que, por cierto, sí se ha tenido en cuenta por los tribunales españoles en relación al terrorismo de origen yihadista) en el terreno de la libertad de expresión, y señala que solo es perseguible la provocación pública para cometer delitos terroristas, es decir, la difusión de mensajes con la intención de incitar a cometer delitos terroristas. Una última reflexión, alejada de la dimensión técnica, lleva a preguntarse ¿a quién favorece políticamente esta injusta decisión judicial?