HA sido curioso observar las reacciones de Louis Van Gaal y Luis y de Luiz Felipe Scolari, respectivos seleccionadores de Holanda y Brasil, que el sábado disputaron el partido más ingrato del mundo, un duelo entre perdedores que habría levantado la envidia de la mayoría de equipos si no fuera por la carga simbólica que ambos arrastran. Van Gaal abandona a los tulipanes para meter en cintura a Ander Herrera en el Manchester United, pero antes dejó otra prueba de su afable talante poniendo a parir a la FIFA por permitir la disputa de tan infame encuentro, además de acusarla de beneficiar a Brasil, aunque nada dijo del injusto penalti que abrió a sus hombres la senda de la victoria.

Y sin embargo los hinchas holandeses estaban la mar de contentos. Si bien la Oranje concluye el Mundial como tercer clasificado, un peldaño más abajo que en Sudáfrica’2010, terminaron con el regustillo de la victoria, doblegando con autoridad a la canarinha; orgullosos de haber sido el único equipo de la historia que no gana la Copa del Mundo después de concluir el torneo sin derrota alguna. Hace cuatro años, bien al contrario, terminaron abatidos, pues más duro fue perder la final mundialista por tercera vez tras un golpe de fortuna de su rival (el gol de Iniesta) en el tiempo de prórroga.

Scolari tampoco dio un paso atrás en mantener su soberbia estampa so pena de caer en el patetismo más ridículo. Es cierto, Brasil recibió otra tunda en el encuentro que debía resarcir el orgullo severamente mancillado, pero Felipao centró la desventura de la verdeamarela en apenas seis minutos de fatalidad, entre el 23 al 29, cuando Alemania anotó cuatro goles y sumió a Brasil en la ruina total. Y “si me apuran”, añadió el técnico, “el primero” frente a los holandeses, que acabó en penalti tras un enorme fallo del reputadísimo Thiago Silva. Scolari, que va de gallo por la vida, no tuvo rubor en exaltar el nivel futbolístico de Brasil, obviando que llegó a las semifinales fiándolo todo a la agresividad del colectivo y la inspiración de Neymar (hasta que se acabó Neymar), y desde luego dejó claro que de ninguna manera piensa en dimitir como responsable de un grupo de jugadores que pasará a los anales de la historia como la generación de la vergüenza, según confluye la generalidad de la prensa brasileña en definir el alcance sentimental de la debacle.

O sea, que Scolari piensa en marcharse de rositas del fregao, como su colega Vicente del Bosque, salvo que la Federación Brasileña decida cesarle so pena de acabar consumida en una enorme pira funeraria, pues tal es el ánimo que turba a la afición, que ya exige una regeneración absoluta. Porque los brasileños, tratándose de fútbol, van más allá de los meros caprichos de la pelota. Seguro que el genial Garrincha, en cuya memoria se alza el estadio donde el sábado se acentuó el desgarro por la derrota, se removió en su tumba al escuchar a Felipao desbarrando sobre lo más sagrado. En cambio el fantasma de Moacir Barbosa, el portero maldecido desde el Maracanazo y vilmente errando por la memoria colectiva del hincha durante 64 años, ya descansa en paz desplazado por los nuevos fantasmas. Brasil organizó este Mundial con el mismo propósito, ungirse de gloria, y acabó arrastrándose, solventando cada partido con apuros, encajando el arrasador 1-7 ante Alemania y, en el choque del “honor” (Thiago Silva dixit), rindiéndose al adversario holandés sin apenas oponer resistencia.

Si mal ha sido la singladura de Brasil por el torneo, el asunto podía haber acabado aún peor: la posibilidad de haber perdido la final frente a Argentina o, en su defecto, disputar el partido entre los insignes perdedores y perderlo contra los recalcitrantes vecinos del sur. La semana pasada el Papa Francisco, declarado seguidor del San Lorenzo y de la albiceleste, reveló que un funcionario brasileño le pidió “neutralidad” de cara al Mundial. Al parecer, el ruego no alcanzó a su antecesor, Benedicto XVI, en retiro pero con las influencias intactas, que se pasó cuatro pueblos rogando en favor de Alemania. Ratzinger, socio de honor del Bayern, escribió en 1985: “El fútbol es una especie de intento de vuelta al paraíso”. Y al infierno.