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Euskadi en una nueva Europa unida en la diversidad

esta semana, tras haber quedado constituido el nuevo Parlamento Europeo surgido de las urnas del pasado 25 de mayo, se ha iniciado la VIII legislatura europea. Para empezar, la elección del presidente de la Comisión Europea se ha vuelto a convertir en ámbito de arreglos de pasillo de políticos nacionales, una muestra más del despotismo ilustrado europeo, “todo para el pueblo europeo pero sin el pueblo”.

Todos los dirigentes europeos hablan de la necesidad de cambiar la UE, pero discrepan en el diagnóstico y en el proceso de reforma o refundación que debe seguirse para relegitimar una nueva Europa. Y al final no cambiar nada sigue siendo la mejor forma de satisfacer a todo el mundo. ¿Cuál ha de ser el puerto de destino para una Europa en la que Euskadi encuentre su cobijo y su desarrollo como nación?

Todo el mundo habla del ascenso de los partidos antieuropeos, algo totalmente justificado, dados los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo. Pero, en realidad, las riendas siguen estando en manos de los dirigentes y de las formaciones pro europeístas. Si se produjera el fracaso de la Unión Europea, sería por culpa de los partidos a favor de la Unión y no de los que están en contra.

Si la UE quiere sobrevivir, sus representantes deberían dejar claro cuál es su objetivo. Seguir sin rumbo, como hasta ahora, sacrificando la integración en beneficio de la ampliación, no es el camino. Tampoco su futuro pasa por convertirse en una federación, ya que difícilmente habrá alguna vez consenso unánime, necesario conforme al Tratado de Lisboa para su reforma, en torno a la creación de los Estados Unidos de Europa. Su consolidación como proyecto político ha de basarse en una Unión dotada de una Constitución, orientada hacia el exterior, que proteja y potencie su diversidad, que admita realidades políticas más allá de los estados y que delimite bien su ámbito de integración territorial, tal y como ha expuesto el politólogo Paul Scheffer.

La unificación europea se basa hace tiempo exclusivamente en las fronteras interiores, pero en los próximos decenios se concentrará aún más en las fronteras exteriores. Lo que impulsa fundamentalmente la integración se sitúa fuera del continente, porque el viejo continente ya no ocupa en absoluto el mismo lugar en este nuevo mundo. Este concepto basado en el exterior nos aporta otro dato fundamental para una Europa orientada al futuro y para pensar seriamente en los costes de la No Europa: la vitalidad oculta de la mayoría de sociedades europeas.

En comparación con el resto del mundo, no solo son muy igualitarias, sino que ofrecen aceptables condiciones de vida y el Estado de Derecho funciona razonablemente bien. Por desgracia, en los discursos sobre Europa esta perspectiva comparativa se encuentra ausente, pese a que nos permite revelar la calidad de vida nuestras sociedades. Pese a todas las críticas que el modelo de sociedad plantea en el contexto de esta dura crisis, y si se analiza, por ejemplo, el Índice de Desarrollo Humano o el índice de corrupción, podemos comprobar que los países occidentales ocupan puestos mejores que los países emergentes. Podríamos estar mejor, por supuesto, pero no debemos olvidar y valorar lo que tenemos.

Es necesario conservar y profundizar la conciencia de la unidad europea, pero al mismo tiempo debemos mantener viva la diversidad europea de los estilos y las tradiciones respectivas. Debemos dejar a un lado la elección simplista a la que algunos quieren reducir la reflexión sobre Europa: o un Estado federal, o una zona de libre cambio. Para salir de este atolladero necesitamos volver a construir una Constitución para Europa que combine la búsqueda de la integración con el pragmatismo, que se relegitime funcionalmente mejorando la vida y el futuro de los ciudadanos europeos, que reconozca la existencia de realidades políticas alejadas del pétreo binomio Europa versus Estados, que asuma la existencia de pueblos europeos vivos, activos, solidarios y alejados de la decimonónica lucha por la soberanía estatal exclusiva y excluyente.

Y para fijar el futuro sobre cimientos estables hay que hablar de los límites en la ampliación de la Unión. Si hacemos balance, parece claro que desde los seis estados fundadores hasta los veintiocho actuales se ha llegado a los límites de la ampliación: ni Turquía, ni antiguas repúblicas de la Unión Soviética, como Georgia y Ucrania, ni incluso la propia Rusia se plantean la adhesión a la Unión como algo factible en los próximos veinte años. En realidad, todo el mundo lo sabe, pero no se dice abiertamente. Las repúblicas integrantes de la antigua Yugoslavia que aún no son miembros de la Unión (Eslovenia y Croacia ya están dentro) constituyen una excepción. Debido a su ubicación y a su tamaño, y siempre que respeten las exigencias del Estado de Derecho, podrán formar parte natural de una Unión que, con cerca de treinta miembros, habrá llegado a sus límites para los próximos decenios.