todos los monopolios son empobrecedores y tiránicos, desde los que poseen la exclusiva de los bienes estratégicos hasta los acaparadores de Dios, la verdad y el conocimiento. Pero pocos monopolios son tan perversos como el de la comunicación. Sí, están prohibidos de derecho, pero existen de hecho. La España audiovisual está en manos de unos pocos y se configura en una situación eufemísticamente denominada "posición de dominio", ilegal e ilegítima. En la televisión en abierto la realidad es un duopolio ejercido por los grupos de Telecinco (Mediaset) y Antena 3 (Atresmedia), que acaparan el 58,6% de la audiencia y el 90% de la publi. Un bipartidismo italiano, por cierto. Lo que de esta hegemonía se deriva es el poder de modelar la sociedad y someterla a sus intereses. Así son las dictaduras modernas: el ejercicio de la tutela mental bajo una apariencia benefactora.
Y si vamos a la televisión de pago, las cosas son aun peores. Telefónica, dueña absoluta de Movistar TV (antes Imagenio), ha ultimado un acuerdo con la quebrada Prisa para comprar por 725 millones el 56% de Canal+, con lo que ya puede controlar el 78% de este canal, pues ya contaba con otro 22%. Y así, sumando y sumando, ya es propietaria del 80% del mercado, restando y restando libertad de elección al ciudadano. Alguien debería decir que esta concentración es una amenaza para la libre competencia y un riesgo para las libertades. Ya lo ha dicho Ono y lo debería decir, alto y claro, Euskaltel.
El horizonte es que en muy poco tiempo todo el entretenimiento -ficción, espectáculo, deportes y juegos- sea de pago, quedando libre lo marginal. Pagaremos por casi todo, eso es seguro. Frente a este fatalismo solo cabe la respuesta de la democracia, que es un sistema de equilibrios entre fuertes y débiles, entre ambición y solidaridad. La única esperanza es reforzar el contrapeso de la televisión pública, potente, cualitativa, digna, capaz de salvaguardar el bien esencial de la comunicación. La democracia es cara; pero no tiene que ser de pago por suscripción.