la apelación realizada tanto por el TC en su sentencia referida a la declaración de soberanía realizada por el Parlament catalán como por el presidente Mariano Rajoy en su réplica a la intervención de los diputados catalanes ha vuelto a colocar la hipotética reforma constitucional en el centro del debate político.

Amparado en la mayoría parlamentaria de los dos grandes partidos estatales, Rajoy sugiere la posibilidad de reforma con una mano y con la otra la niega. Cabe preguntarse si esa inercia del bloque de Constitucionalidad fijado en 1978, en el contexto de una entonces (y en muchos aspectos, todavía hoy) inmadura y frágil democracia debe subsistir normativamente sine die, sin plazo de caducidad, como si estuviese escrito sobre mármol y fuese imposible el más mínimo retoque, y por qué se sacraliza una andamiaje institucional construido más bajo el temor a una involución democrática que mirando al futuro, o por qué no se afronta con valentía política, acudiendo al corazón troncal de la democracia, la apertura de una etapa catártica que permita superar el debate inagotado sobre la democracia plurinacional.

La ensalzada (casi divinizada) pero realmente débil transición española nos dejó como perlas, además de un sistema creado ex novo (monarquía parlamentaria) afirmaciones rotundas que luego el propio texto constitucional relativiza (al reconocer el hecho diferencial vasco, en ámbitos como la lengua, la organización institucional a través de los Territorios Históricos, o el Derecho civil foral, entre otros factores). Así, se afirma que la soberanía nacional reside en el pueblo español, y que la norma suprema se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española (cuyo garante supremo es? ¡no la voluntad de los ciudadanos, sino el ejército!).

La indefinición sobre el modelo de organización y articulación territorial del poder político en el Estado español, ambiguo e impreciso hasta el extremo de que el título VIII de la Constitución no llegó ni a nominalizar ni a definir las comunidades autónomas que integrarían el entonces novedoso sistema, cobra de nuevo actualidad y la caja de Pandora abierta en torno a la necesidad de reabrir el debate constitucional para superar obsoletas previsiones contenidas en la norma suprema.

Cabría empezar preguntándose por qué una monarquía parlamentaria y no una república, que era el orden constitucionalmente establecido antes del golpe militar franquista que desencadenó la guerra civil. La Constitución, tras afirmar que la "forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria" (artículo 1.3), precisa en su artículo 57.1 que "la Corona de España es hereditaria en los sucesores de S.M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica". Con este precepto se pretendió legitimar al Monarca. No hay que olvidar nunca (todo atado y bien atado) que Juan Carlos fue rey solo y exclusivamente por la expresa voluntad del general Franco, pues en él no concurrían ni la denominada legitimidad dinástica (ya que el legítimo heredero de Alfonso XIII era su tercer hijo varón, Juan de Borbón -por renuncia de sus dos hermanos mayores-) ni la legitimidad democrática (pues la Monarquía nunca ha sido ratificada por el pueblo español a través de un referéndum, sino que fue restaurada por un general golpista, Franco, tras una cruel guerra civil y una dictadura posterior de casi cuarenta años).

Formalmente Juan Carlos obtuvo la legitimidad dinástica (cuestión que, realmente, sólo interesa a los monárquicos) gracias a la renuncia de su padre -Don Juan de Borbón- día 14 de mayo de 1977 y, por otra, una cierta legitimidad democrática con la aprobación de la Constitución en diciembre de 1978. Hay una anécdota, real, no demasiado conocida: El rey consultó a Peces Barba sobre la oportunidad de lograr una legitimidad democrática mayor a través de un referéndum especifico por el cual se sometiera a los ciudadanos la cuestión, clave, del sistema constitucional (República o Monarquía parlamentaria). En el fondo se sentía desprovisto de fundamento democrático para acceder a su mandato como rey. La respuesta que le dio Peces Barba no tiene desperdicio. Vino a decirle que probablemente ese referéndum, caso de celebrarse, se ganaría, porque la gente votaría de forma inercial a favor de lo que se le propusiera, con tal de superar los oscuros tiempos del franquismo, pero que la materialización de tal consulta sentaría un peligroso precedente cara al futuro en el que cabría, años más tarde, reivindicar una nuevo referéndum para cuestionarse la propia continuidad de la monarquía.

No lo olvidemos: tras su aparente irrelevancia en el juego político del día a día, el rey es, conforme a la Constitución, el jefe del estado, símbolo de su unidad y permanencia (artículo 56.1 CE). Y ser símbolo del Estado equivale a encarnar la unidad del poder estatal, la unión entre sus órganos.

Veo imposible que haya voluntad política para cambiar esto. Y la titularidad de la corona implica una serie de consecuencias que afectan al status personal del rey, con dos características troncales: su irresponsabilidad y su inviolabilidad. Así hasta hoy... la pregunta pendiente es: ¿hasta cuándo?