Dicen que vivimos en un mundo globalizado por la economía. En realidad, el escenario en el que nos movemos está limitado y maniatado por fuerzas ocultas e invisibles que relativizan todo cuanto nos rodea y ponen en solfa los principios democráticos, así como los valores sustanciales del progreso humano, hasta el punto de que cualquier dato estadístico puede significar una cosa y la contraria. Todo es relativo y queda subordinado al vocablo depende. Así ha sido desde la más remota antigüedad. La mitología griega nos cuenta como Cronos liberó a sus hermanos los cíclopes para que le ayudaran a derrotar a su padre Urano y una vez alcanzado el objetivo los volvió a encerrar en el Tártaro porque temía que con su fuerza y poder le derrocaran.
Semejante planteamiento se puede observar con claridad en dos de las noticias que han ilustrado el devenir socio-económico de esta pasada semana. Así, la solución a la crisis abierta en Ucrania depende de los intereses energéticos europeos, mientras que los últimos datos estadísticos del mercado laboral español dependen, a su vez, del momento en que se viva (más o menos cerca de unas elecciones) y de quien haga su lectura. En ambos casos, el poder político y financiero hace uso de los principios básicos de la democracia y el progreso para terminar fagocitándolos en el inframundo del egoísmo neoliberal.
En Ucrania, la influencia rusa se deja sentir no sólo en las calles de Kiev o Crimea. También se nota en Berlín, Bruselas o Washington donde el temor a una recaída económica tiene más valor que la democracia en Ucrania y la libertad de los ucranianos. El riesgo geopolítico sigue vigente y proyecta la posibilidad de colapsar la salida de la mayor crisis económica y financiera que ha vivido el mundo occidental, al menos, en los últimos 80 años.
Las sanciones económicas anunciadas por EE.UU. y la UE contra Rusia han quedado reducidas a simples bravatas porque la dependencia europea de la energía procedente del país gobernado por Putin es tan elevada que un hipotético cierre del suministro de gas puede generar una nueva crisis de precios energéticos y producción que contraerá la demanda, reducirá el empleo y provocará una pérdida de renta para la ciudadanía. Este riesgo es mayor que la necesidad que tiene Rusia de vender su petróleo y gas. Al menos, así lo interpretan Merkel, Obama y otros dirigentes políticos europeos, que miran hacia otro lado cuando los cíclopes del ejército ruso pisotean las libertades en Ucrania, porque para los gobernantes es más importante evitar un enfrentamiento con el poder financiero que la democracia que dicen defender.
Hace escasas semanas, un informe de la UE señalaba que el empleo que se estaba creando no iba a sacar de la pobreza a las familias con necesidades perentorias. Pero cada una de esas familias tiene su propia problemática y no dudan en aceptar un trabajo por muy precario y mal pagado que esté. Siempre será menos malo que carecer de lo indispensable. ¿Quién es capaz de dejar a sus hijos sin algo caliente que llevarse a la boca por defender los principios más elementales? Esas familias no miran al progreso social como un objetivo. Primero hay que sobrevivir y aceptar lo que se les ofrezca aunque sean simples números que alimentan la estadística del optimismo ficticio.
Como ven, todo es relativo.