LA cadena de escándalos que se suceden de forma periódica desde el inicio de esta dura meseta de recesión nos demuestra que la crisis financiera no es debida solo a una defectuosa -o inexistente- regulación o a la falta de una verdadera supervisión que frene la voracidad lucrativa de los operadores. Es también el resultado de una crisis de valores. Y junto al necesario rearme moral y ético de los mercados es preciso articular un mecanismo normativo sólido, estructural y no meramente coyuntural que frene definitivamente abusos y excesos como los ahora conocidos.

Con frecuencia se acusa a los europeístas de ingenuos perpetuadores de utopías irrealizables. El contexto europeo y mundial catártico actual, con una crisis de magnitudes tectónicas, aporta argumentos adicionales importantes a favor de una necesaria profundización y avance en nuestro proyecto europeo común como solución frente al errático devenir que podría derivarse de una atomización nacional de respuestas territorializadas ante la crisis. Pero para eso el proyecto europeo debe recargarse de contenido social y de la audacia que históricamente ha permitido hacer realidad el sueño de una Europa unida.

Ante la impotencia de los Estados-Nación frente a las consecuencias de la globalización, es hora de apostar más por la UE. La complejidad y la magnitud de la crisis pone de manifiesto estas carencias y realza la importancia de la dimensión europea, al resultar más apropiada y eficaz que la suma atomizada de ámbitos estatales tradicionales.

Y en este contexto, escándalos como los conocidos la semana pasada exigen mucho más que sanciones ejemplares. La manipulación del índices como los del Líbor y los del Euribor revela tal arrogancia y cinismo por parte de los operadores bancarios que lo gestionaban que pone definitivamente en cuestión el modelo surgido y gestado en el seno de la globalización financiera. Porque quienes desde las pantallas de ordenador del Barclays en la city londinense -probado- y de una veintena de bancos más de escala operativa planetaria falseaban el precio del dinero que se vendía por el mundo, no estaban alterando las condiciones de un mercado cualquiera: estaban afectando a millones de economías domésticas de toda Europa. Tan solo en España hay casi 600.000 millones de euros en hipotecas, la mayor parte de las cuales son a tipo variable ligados al Euribor.

El Líbor nació en la city londinense a mediados de los 80 del siglo pasado, cuando los mercados financieros comenzaban a sofisticarse y elaboraban ya productos y garantías directas o colaterales complejas, a presente y a futuro. Luego llegaron las subprimes. Los bancos necesitaban una referencia concreta y homologada para operar y crearon el Líbor. Se trata de una cifra fijada a diario, poco antes de la media mañana, por una serie de bancos, que refleja la media del tipo de interés al que esas instituciones estarían dispuestas a prestarse dinero en diferentes divisas y para un centenar largo de supuestos. Es una estimación, no una realidad y la fijan los operadores privados porque así lo permitieron el Tesoro británico y la Asociación Británica de Banca, que asumió en su día que esa operativa iba a regirse por las normas del fair-play, juego limpio basado en la confianza recíproca y en la honestidad de los operadores. Y durante todo este tiempo la Unión Europea miraba para otro lado y dejaba hacer, sumisa y complaciente ante las exigencias de desregulación establecidas desde Reino Unido.

Ahora, tal y como indicaba el siempre atinado comentarista de la realidad europea Fernando Pescador en su blog, cabe sentirse reconfortado por el castigo que la Comisión europea le ha impuesto a una parte de la gran banca internacional, debido a la manipulación de los tipos del Líbor y el Euribor. Es verdad que no están todos los que son en la multa de 1.710 millones de euros infligida a seis de esas grandes instituciones financieras mundiales, pues algunas han rechazado el acuerdo ofrecido por Bruselas y serán objeto de punición más adelante. Otras, a pesar de su culpabilidad reconocida, se han librado de la quema mediante la delación, que permite a un imputado en estos procedimientos salir indemne si colabora con las autoridades de la Competencia, denunciando a los otros. Así ha pasado con la entidad inglesa Barclays, que es, donde estalló este escándalo, a raíz de una investigación de las autoridades estadounidenses, y con el banco suizo UBS.

Siendo, como es, una buena noticia que la Comisión Europea reaccione por fin ante esta cadena de fraudes, cabe preguntarse para cuándo respuestas y acciones penales ante escándalos de esta naturaleza, conscientes, como somos, de que esa multimillonaria multa no representa más que una minúscula muesca en las cuentas de resultados de las entidades infractoras de las reglas básicas de comportamiento en los mercados. Y en segundo lugar, esta multa debe ser el pórtico de entrada hacia una nueva regulación normativa europea que suponga el desmantelamiento de un principio generalmente asumido: el de la autorregulación en la definición de referencias múltiples para fijar el precio de las cosas, desde los créditos hipotecarios hasta la energía.

Restablecer la confianza en los índices de referencia es clave que para que no se venga abajo todo el sistema, y el escándalo ahora conocido va a tener potentes derivadas jurídicas. La defensa de nuestros derechos como ciudadanos, como consumidores, como damnificados por estas prácticas corruptas y colusorias debe dejar paso a una restitución efectiva del daño causado. Solo así comenzaremos a recuperar la confianza en el sistema y en la propia justicia.