para no pensar lo mejor es el ruido. No solo el estruendo de cincuenta o más decibelios, cuando los sonidos se vuelven hirientes, sino la ausencia general de silencio. En esta época el silencio es privación, una minusvalía. Por eso los espacios públicos se saturan de sintonías y mensajes; y los privados, de canciones y pasatiempos. Ruido también es que la tele hable sin parar del suceso de una niña muerta, al parecer, a manos de sus padres, ocurrido en la mágica Galicia. Digamos ciertas verdades: no estamos en la sociedad de la información, que nos empacha de datos y casi ningún criterio: vivimos en la aldea del ruido. Porque, entre el hambre desordenada de saber todo al instante y la comunicación entendida como servicio de urgencias, hemos creado el monstruo de la intoxicación. El resultado es la transformación de la tele en juzgado de guardia, tribuna de erudición psiquiátrica y cátedra de especulación, tras una orgía de apresuramiento y juicios sumarísimos que se desmentían a las pocas horas en una carrera de despropósitos y en estación de certezas efímeras. Pero la abolición de la prudencia y la contención tenía lugar en la tele al igual que en la calle.
¿Podría usted esperar a que se supiesen los hechos con exactitud para recibir la información correcta? Entonces no culpe de temeridad a los medios, sino a su propia ansiedad. ¿Cree que los padres de Asunta son culpables? No me venga pues con lamentaciones por unos juicios paralelos en los que usted participa. ¿Está convencido de que el móvil es económico? Deje ya de sentirse libre de una epidemia moral que afecta a ambos lados del televisor, dentro y fuera de este organismo.
En el asunto de Asunta lo más trágico ha sido el espectáculo de la ruindad familiar, que aprovecha la ocasión para insinuar que, antes de la niña, la imputada había liquidado a los abuelos. Y escuchar a la chusma gritar ¡asesina! a la salida de un registro policial. La tele solo tuvo que situar la cámara y activar el audio: se oyó la voz del pueblo. Obviamente, la culpa es de los medios.