Lo más fascinante de la comunicación es la diversidad de las percepciones: un mismo mensaje puede tener millones de interpretaciones. Contra esta prodigiosa disparidad han conspirado todos los tiranos y sus serviles Goebbels con el propósito de controlar los efectos de la información, convencidos de la estupidez de la gente. Algo de esto ha ocurrido con la intervención del rey tras el escándalo de su safari. ¿Por qué el poder mediático se obstina en afirmar que el monarca ha pedido disculpas? Apelan a nuestra ignorancia para persuadirnos de que estas once palabras ("lo siento mucho; me he equivocado y no volverá a ocurrir") contienen la grandeza del perdón. Pues no. Disculparse sería decir "os pido perdón" o "ruego me disculpéis". Y lo manifestado por Juan Carlos es un sentimiento de pesar, el reconocimiento de su error y la voluntad de no reincidir. ¿La disculpa está implícita? Tal vez, pero sin la expresa palabra perdón su mensaje resulta falaz.

Hay otras perplejidades. Si un oportuno percance no hubiera permitido el conocimiento de su fechoría, ¿habría llamado el rey a la televisión para retransmitir su penitencia? Seguro que no. ¿No había un escenario más cutre para esta parodia que la puerta de una habitación hospitalaria? ¿Piensa el jefe del Estado que el reproche social a su conducta puede despacharse con once miserables palabras y en cuatro raquíticos segundos? ¿Alguien cree en la sinceridad de su descargo, cuando su lenguaje corporal (nerviosismo, mirada huidiza, balbuceo y rigidez) delataba que mentía por exigencia del guión y por altivez?

La tele es una ventana indiscreta que nos muestra la realidad para que la interpretemos con criterio. Lo que se ha visto es a un rey forzado a beber el cáliz de la humillación y sufrir la purga de su orgullo, demasiado para una cabeza coronada. Por eso, ha querido que todo transcurriera lo antes posible y con pocas palabras. Solo un memo puede creer que así, borbónicamente, se resuelve una grave crisis de Estado. ¿La réplica popular? La más cruel: repulsa y mofa.