La ola de manifestaciones que ha seguido a las legislativas rusas no constituye una crisis política, pero es un signo de cambio… y los cambios en un país autoritario desembocan fácilmente en una crisis.

Hoy por hoy, no hay indicios alarmantes en Rusia. El poder lo sigue teniendo Vladimir Putin desde hace 12 años y sigue contando con el apoyo de una enorme burocracia estatal y unas fuerzas del orden leales.

Lo que sí es nuevo es el evidente descontento de todo el mundo, así como una pérdida del miedo al aparato de represión del Estado, auténtica máquina infernal de los Gobiernos en Rusia desde los tiempos de Iván el Terrible.

El descontento es esencialmente económico. La crisis global está rebajando el nivel de vida del ruso medio, lo que hace a las masas más proclives a las demostraciones y protestas. Y la crisis ha mermado también los pingües negocios sucios de una Administración Pública corrupta (la "cleptocracia") y estrechamente vinculada a la mafia surgida de las filas del Partido Comunista al hundirse el estalinismo.

Este dúo ha sido el auténtico motor del país desde entonces y el poder político ha sido desde entonces también unas veces el socio dúctil de esta mafia y otras, las más, el socio imprescindible. Y cuando los intereses del Kremlin y la mafia divergían demasiado -o las ambiciones de algunos mafiosos se desmadraban-, el Gobierno presidencialista ruso volvía a poner las cosas en su sitio a la brava o por la justicia brava, como en el caso del multimillonarios Jodorkovski. Pero en años de vacas flacas como ahora, en que Rusia vende menos materias primas e hidrocarburos, los negocios ilícitos de la cleptocracia menguan y los pelotazos de la mafia pierden volumen. Y con ello, confianza en el "amo", en Vladimir Putin.

El panorama descrito hasta aquí dista mucho, muchísimo, de constituir una crisis política. Prueba de ello es que las protestas organizadas por la oposición (cuyo primer protagonista es el Partido Comunista) denunciando la manipulación de los comicios de primeros de mes se han desarrollado sin violencia. La policía ha hecho acto de presencia, pero ni ha reprimido; ni siquiera ha intervenido. El poder establecido no corría peligro real y una intervención corría el riesgo de una evolución a lo sirio.

Además, las falsificaciones registradas inflaron la victoria de Rusia Unida -el partido creado por Putin desde el poder-, pero es evidente para todo el mundo que comunistas y ultranacionalistas quedaron muy por detrás de Rusia Unida y seguirían sin poder formar Gabinete aunque esta no obtuviese la mayoría absoluta -las falsificaciones fueron llevadas a cabo por el Gobierno justamente por ser consciente de la fuga de electores que iba a padecer-.

De todas formas, la debilidad intrínseca que despunta tras las manipulaciones electorales y las manifestaciones antigubernamentales así como la pérdida masiva de votos de Rusia Unida en las grandes ciudades puede alentar a los mafiosos más ambiciosos y a los políticos más optimistas a intentar darle la gran batalla electoral a Putin en las presidenciales del año próximo. Millonarios con apetencias de mando no faltan y organizaciones políticas capaces de conmover la Administración Pública (si el descontento creciera) también existen.

Pero el que vayan a actuar, a lanzarse contra Putin, se decidirá tan solo en los próximos meses. Es el tiempo necesario para ver si la erosión del poder es real y profunda o si la ola de protestas de estos días últimos no ha sido más que un mal momento pasajero de Putin.