LA imagen es digna de uno de aquellos magníficos retablos de Berlanga: una cola para pagar larga como el Amazonas, donde se escucha un murmurar de maldiciones. ¿Por qué? La tensa espera es cosa de hombres que no disimulan -no pueden hacerlo...- su disgusto y su enfado. No son hombres cualquiera: son hombres perchero que sujetan, de media, diez prendas por barba tras el madrugón de turno. Mientras, ellas (sin generalizar, alguna se libra...) merodean alrededor de la gacela como panteras, prestas a lanzarse por una ocasión única en la vida: comprar por veinte lo que ayer costaba ochenta.
Así, mientras los precios se rebajan quienes guardan su turno frente a la caja registradora acaban rebajándose, empequeñecidos por la todopoderosa voz de su ama que les azuza. ¡No pierdas el turno!, ¡No pierdas el turno! ¡Qué me meo, joder! ¿No puedes aguantarte? ¡No! ¡Que sí, que sí puedes, machote! Y ahí se queda uno, con las piernas entrecruzadas, prietos los ¡ejem!, y jurándose, por bajo, que esta es la última. Casi salta cuando al fin llega la compañera con la última presa capturada ("mira qué bonita... ¡para tí!", amenza mientras ondea una camisa hawaiana con la que aspiras al segundo premio en el concurso El Hombre Más Ridículo del Año...) y le dices "tengo que ir al baño". Ella mira raro y exclama "¡No me dejarás con todo esto en la mano, no! Tú aquí, tranquilo el señorito, y yo peleándome por la familia para que me trates así, para que desaparezcas en cuanto llego. No vuelvo jamás contigo."
Conozco a más de uno -¡conozco a decenas!- que en ese momento sueñan con tirarlo todo al aire y gritar aleluya. No conozco ni a uno solo que lo haga. "Tranquila cariño, que ya no tengo necesidad", musitan los más sumisos, mientras una humedad les corre por la entrepierna.
Comprar en un santiamén, esa es la única salida. Comprar y taparse los oídos para no escuchar los cantos de sirena. Así hasta que al final te meas. De gusto. La camisa hawiana solo cuesta cinco euros. Una bicoca.