El sindicato vasco ELA acaba de cumplir un siglo de vida. Y lo ha hecho en el epicentro de la mayor crisis económica que se conoce y que demanda con urgencia un cambio profundo en el actual modelo socio-económico que se ha visto privado, una vez más del acuerdo entre patronal y sindicatos (como se ha visto en la reforma de la negociación colectiva) y con el agravante de la desunión existente entre las distintas fuerzas sindicales. Coincide la conmemoración de estos cien años de sindicalismo vasco con la reunión anual que mantiene el llamado Gobierno Mundial en la sombra, el conocido Club Bilderberg, cuyas conclusiones neoliberales jamás se harán públicas, aunque, para bien o para mal, sí sabremos de sus consecuencias sociales.
En otras circunstancias, este primer siglo de historia de ELA sería un buen momento para felicitaciones y celebraciones. Sin embargo, poco hay que celebrar en un escenario que registra casi 150.000 parados en el País Vasco, donde el crecimiento económico es prácticamente nulo e insuficiente para crear empleo, al tiempo que las únicas reformas llevadas a cabo inciden en un recorte del llamado estado de bienestar. Puede ser que muchas de esas reformas sean inevitables por la gravedad de la crisis y la necesidad de aumentar la productividad de las empresas y competitividad de sus productos, así como reducir el gasto público. De cualquier forma, las reformas, aun siendo necesarias no son suficientes y, por ello, todo se percibe como afectado por un creciente grado de injusticia, en la medida que los más perjudicados por la crisis son los que menos culpa tienen.
Puede sorprender que semejante percepción de injusticia no tenga como contrapartida una mayor unión de los sindicatos. Si hay objetivos comunes ¿cómo puede haber desunión en los métodos? Claro que, por medio, está la subsistencia de algunas centrales sindicales que, como es el caso de UGT y CC.OO., registran cuantiosos ingresos procedentes de la Administración (unos 20 millones de euros, según las cifras oficiales del BOE) a las que habría que sumar lo que reciben del Fondo Social Europeo, Comunidades Autónomas y otras instituciones. Se estima que el personal liberado de estos dos sindicatos podría superar los 200.000 sindicalistas, cuya acción mediadora no parece que sea muy eficaz, a juzgar por las reformas del mercado laboral, los recortes en salarios (funcionarios) y la congelación de las pensiones.
Entre tanto, los causantes de la crisis (sistema financiero) mantienen sus grandes beneficios en los bancos, reducen la concesión de créditos a las empresas y ejecutan las hipotecas inmobiliarias que no se pagan, al tiempo que los empresarios (muchos de ellos también seriamente perjudicados) defienden sus intereses con cierta permisividad por parte de los gobernantes, más preocupados en defender su cargo, o buscar otro cuando sean desalojados por las elecciones, que por mantener el Estado de bienestar, hasta el punto de que se está instalando la idea de que queremos una educación o sanidad gratuitas, cuando en realidad la pagamos con nuestros impuestos.
Habrá que recordar a estos sindicatos subvencionados, llamados a negociar las reformas del mercado de trabajo, que el término sindicato proviene de síndico y éste, a su vez, tiene su origen en Grecia, formado por dos vocablos: el prefijo syn que significa con y la palabra dike que se traduce en justicia. Por tanto, síndico significa con justicia. En Atenas se utilizó la palabra síndico con valor adjetivo para denominar aquello que afectaba a la comunidad o que era comunitario. Evidentemente, algunos sindicatos han olvidado estos significados e incluso sus orígenes en el siglo XVIII, dejando paso a las ideas neoliberales que siguen apostando por privatizar los beneficios y socializar las pérdidas y los métodos (reformas laborales y recortes salariales) para evitarlas.
Es el caso (por poner un último ejemplo) de esa pretendida relación de los salarios con la productividad, en detrimento del Índice de Precios al Consumo (IPC), que conlleva el objetivo de 'aumentar la productividad'. Por mucho que nos empeñemos, la productividad sólo puede aumentarse si crece la producción y ésta depende de la demanda del mercado que, a su vez, está sujeto al poder adquisitivo de los ciudadanos. Si el mercado está, como así es, paralizado por la destrucción de empleo y la pérdida de poder adquisitivo, la producción no puede crecer y un hipotético aumento de productividad sólo puede llegar mediante una mayor destrucción de empleo y un mayor recorte salarial. Ergo?, menor poder adquisitivo, porque, pese a esa parálisis del mercado, los precios siguen subiendo.
Estos debieran ser los retos de las centrales sindicales que se hacen viejas y obsoletas porque sus recuerdos pesan más que sus esperanzas. En base a esta idea, termino esta columna felicitando a ELA por su centenario, al tiempo que señalo que no es cuestión de añadir recuerdos a la vida, sino de añadir vida y esperanza a los años.