Kaká anotó el cuarto gol del Real Madrid al Villarreal culminando así una remontada espectacular. Transido de felicidad, el ferviente jugador brasileño, de regreso al fútbol tras una larga lesión, mostró su deo gracias alzando los brazos al cielo y dibujando con los dedos corazoncitos de amor eterno. José Mourinho también saltó como un resorte. Se colocó frente al banquillo rival e inició una especie de ritual canalla. Mourinho se cimbreaba. Danzaba, gesticulaba como un poseso ante la mirada atónita del contrario. Definitivamente vencido, Mourinho decidió que el show debía culminar con la humillación del otro, un equipo que durante gran parte del partido tuvo la osadía de discutir al Madrid su jerarquía con un juego de alcurnia. Hasta que esa lección de fútbol fue cortada de raíz por la brutal reacción de Cristiano Ronaldo, autor de tres goles e inventor del cuarto, el que marcó el místico Kaká convirtiendo el Santiago Bernabéu en un volcán. Bramaba de felicidad la hinchada madridista, que poco antes ya daba la Liga casi por perdida y fue entonces, aprovechando la efervescencia de adrenalina en la grada, cuando se lanzó Mourinho al escenario desplegando un show tan indecente como calculado.
Aún sabiendo cómo las gasta el histriónico Mou, autoproclamado special one, cuesta imaginar al ser humano hurgando así en la herida del prójimo, con ánimo de ofender, quizá llamando paletos a los del Villarreal, hasta sacarles de sus casillas mientras despliega sin el más mínimo pudor su zafia coreografía.
Gracias al técnico portugués, y sobre todo a la contundencia goleadora de Cristiano Ronaldo, el Real Madrid está logrando seguir a duras penas la estela del Barça en su particular carrera por el título de Liga. Pero sobre todo está consiguiendo el rechazo y la animadversión del resto del mapa futbolístico hacia un club que se jacta de gentil y noble.
Que se lo haga mirar el inefable Florentino Pérez, pues ha vendido el alma al diablo a cambio de un éxito de dudoso alcance, teniendo en cuenta que en el bando blaugrana juegan Messi, Xavi e Iniesta, especie de santísima trinidad futbolística que hoy será ungida por la FIFA con el Balón de Oro al mejor jugador del mundo. Un trío de antidivos, tipos normales y por eso más atractivos a los ojos del aficionado, que lideran una generación de artistas del balompié sin parangón en los anales de este pasional deporte de tan buenos que son.
Pues bien, el mejor equipo de todos los tiempos estuvo a punto de claudicar frente al Athletic en el torneo copero, lo cual habría sido la repera, y en su defecto ha servido para reactivar el orgullo de la afición rojiblanca hacia sus señas de identidad y de poder ufanarse de tener un equipo con hechuras para afrontar aventuras mayores.
¿Seguro?
Escucho al gran Dani en la Ser confesando lo mal que le sentaba recibir "palmaditas en la espalda" tras realizar un buen partido que, a la postre y a efectos prácticos, no valía para nada. Es cierto que Dani capitaneó una estirpe de campeones, otra dimensión de equipo, y que el actual bastante hace con nadar con soltura por el proceloso mar de la Primera División. Pero merece la pena tomar buena nota, no en vano el Athletic tocó la gloria frente al Barça, pero acabó con el barco desarbolado y hundido, y en el antes y el después apenas sumó un escuálido punto de seis posibles contra el Deportivo y el Málaga, dos conjuntos que sólo aspiran a eludir el descenso.
En resumidas cuentas, estuvo muy bien la gallardía puesta ante las huestes de Pep Guardiola, pero ese fragor, mentalización y determinación brillaron por su ausencia en La Rosaleda, lugar en el que el Athletic jugó con poca alma, corazón y vida y del que salió con un punto en el zurrón gracias a un golpe de fortuna en el último instante.
Pero hay casos peores. Por ejemplo la Real Sociedad, que desde que ganó al Athletic y le superó en la clasificación lleva cuatro derrotas consecutivas aunque, eso sí, recibe muchas palmaditas en la espalda por lo bien que está jugando. Lo mismo le ha sucedido al Villarreal, paladín de la otra Liga, que tuvo la osadía de intentar conquistar el Bernabéu con buen fútbol y sin embargo regresa al pueblo apaleado a goles y soportando el grotesco ceremonial de un entrenador narcisista y provocador.