Nuestra vieja amiga, la centolla; aquellos pelotones de angulas que culebreaban sobre un paño blanco antes de que el tabaco las matase (eso, sin fumar ni una sola vez en su corta vida...); la sacrosanta gamba colorá, vestida con la inmortal camiseta del Atheltic; el expediente X de los percebes, que se arracimaban alrededor del quisquillón; los jugosos muslámenes del cerdo ibérico o del cordero, animal que gasta una mirada parecida a la del besugo, los lingotes de turrón... Detente, detente ya. He ahí un muestrario de lo que antaño fue la cesta de la compra de Navidad de miles de hogares; un festín que pone la boca en aguas sólo con recitarlo como antaño se recitaban las delanteras del Athletic.

Es tradición que incluso el hule de más baja estofa se convierta en mesa de sangre azul estos días. Todo ello a pesar de que estos días la plaza queda libre de guarnición y los precios se disparan como si fuesen balas de plata. ¿O eso era antes...? Basta con mirar el ayer y hoy de la cesta de la compra para comprobar que el propio mercado ha pisado el freno. A dos pasos del desfiladero por el que amenazan con despeñarse los sueldos llega la noticia de que este año nada será más caro. Los precios se han congelado a la par que los langostinos, quizás porque ya no queda quien sacrifique el pan nuestro de cada día por un festín.

Ahora, cuando los lamentos caen a cántaros, no hay quien se moje con una mesa de postín, de aquellas que se fotografiaban como testimonio de la opulencia por un día. ¿Es un error...? Tal vez sí, sobre todo cuando quien decide aplazar el banquete para tiempos mejores. No hay que olvidar que, por la calle del después, se llega a la plaza del nunca y que éstos son días de excesos y reencuentros. Más allá de las connotaciones religiosas -que nadie olvide que nuestra civilización es, lo quiera o no, hija del Carpintero de Nazaret...-, la Navidad es herencia de tiempos remotos, de aquellas saturnales en las que los esclavos jugaban a ser señores y, por un día, se liberaban del látigo.