LOS acontecimientos políticos yemeníes, empezando por su terrorismo fundamentalista, son absolutamente incomprensibles si no se les enmarca en una doble lucha interna: la propia, tribal, y la de la familia reinante saudí.
Como marco a esta doble lucha fratricida hay que citar la pobreza, ya que el Yemen es la nación árabe más pobre del planeta tanto por su falta de industria y de recursos naturales (sus escasos yacimientos petrolíferos están a punto de extinguirse) como la adicción popular al kat, una planta de efectos estupefacientes. Así, organizar guerrillas y células terroristas resulta fácil y barato, lo que aprovechan a fondo los príncipes de la familia Saud en Riad, bin Ladín en el Afganistán y las propias tribus yemeníes, descontentas con la presidencia -desde 1978- de Ali Abdulá Salih.
Territorio tribal mucho más que Estado moderno, la paz interna del Yemen ha dependido siempre de lo satisfactorio que resultaba para las grandes familias del país el reparto del poder. Esta satisfacción se ha esfumado desde comienzos de los 80, al pasar Ali Abdulá Salih de hábil mediador a presidente autoritario que gobierna ante todo en beneficio propio y de la mayor parte de su familia.
Lo malo para el presidente es que sus parientes más próximos -en primer lugar, los sobrinos que están al frente de la Guardia Nacional, la Guardia Presidencial y el servicio secreto- creen que no se benefician bastante del reparto del poder y del dinero público; han montado sus propios reinos de taifas al margen, y a veces en contra, de los intereses y la política del presidente.
La situación, de por sí muy complicada, alcanza niveles de arabesco ininteligible al haber decidido, a finales del siglo pasado, los miembros más conservadores -casi inmovilistas- de la familia real saudita disputar en territorio yemení y con aliados yemeníes sus diferencias ideológicas. En especial, Sultán bin Abdelaziz al Saud, ministro de Defensa y príncipe heredero, se ha unido al ministro de Interior -Nayef bin Abdelaziz al Saud- para frenar las tendencias aperturistas de su rey, Abdulá bin Abdelaziz al Saud.
Pieza clave del intervencionismo saudí en el Yemen son los rebeldes del norte de la república, encabezados por la tribu de los Houthi. Estos reniegan oficialmente del poder legítimo del presidente Salih, pero en realidad actúan como mercenarios al servicio del propio presidente y del príncipe Nayef en contra del príncipe heredero saudí, Sultán, cuyas injerencias políticas en el Yemen y hasta en Riad inquieta a no pocos de sus aliados y hasta compañeros de viaje. Salih rizó el rizo de los arabescos políticos hace tres años al ordenar a las tropas gubernamentales suspender súbitamente la lucha contra los Houthi, los teóricos rebeldes, para que estos pudieran dedicarse de lleno a combatir a los mercenarios del príncipe Sultán.
Este decidió en 2009 ganar la guerra... ¡y ofreció a los Houthi 120 millones de dólares para que en vez de combatirle a él, volvieran a arremeter contra el Gobierno de Sanaa! Pero ni con los reenganchados guerrilleros Houthi ni los fieles de siempre -la tribu de los Hashid, que cobra desde 1962 anualmente un millón de dólares de Sultán- ha logrado el príncipe heredero saudí la hegemonía militar en el Yemen.
Lo que, según insinúan los presidencialistas yemeníes, ha determinado al Príncipe a "estimular" al puñado de alqaedistas del Yemen a cometer una serie de atentados terroristas (paquetes bomba) contra aviones y objetivos estadounidenses; la maniobra debía desembocar en una retirada del apoyo estadounidense al Presidente Salih. Hasta ahora, parece que tampoco esta maniobra le haya dado mayor resultado a Sultán.