EL tribunal supremo de la televisión, en el que sólo hay fiscales y ningún abogado, ha condenado en juicio sumarísimo a Jesús Neira a la pena de villanía y escarnio público, tras conocerse que había sido detenido por conducir ebrio en una autovía de Madrid.

Dos años antes, el mismo pueblo inquisidor le había declarado héroe nacional por arriesgar su vida al salir en defensa de una mujer maltratada, mérito que le valió el cargo de presidente de un inservible consejo asesor contra la violencia de género. La televisión le nombró tertuliano mayor del reino y su nombre y su heroica hazaña iban de elogio en elogio y de plató en plató.

Así son los españoles, así la televisión y así el caprichoso veredicto de los pontífices de la opinión.

Puede que el profesor Neira, antes del suceso que truncó su corriente existencia, fuera ya un hombre excesivo e intransigente. Puede también que las lesiones derivadas de la paliza recibida y las negligencias médicas que casi acaban con él le dejaran trastornado; pero el instante en que su suerte se tuerce realmente es cuando, envanecido por la fama y engañado por el oportunismo mediático, acepta ser estrella de la televisión. Antena 3 le firmó un contrato y Telecinco se lo disputaba en sus tertulias. Ahí empezaron sus males y esa -la seducción de la tele- ha sido su perdición. Incitado por el espectáculo, apareció el Neira grosero, el patético, el sectario, el facha.

La televisión no cambia a las personas: es la popularidad lo que altera la conducta de quienes llegan con baja autoestima y un carácter frágil. La vanidad de la fama es destructiva. ¿Cuántos precedentes tenemos en actores, artistas, deportistas y presentadores? El tránsito de persona a personaje es un viaje apasionante pero letal.

Neira necesita desaparecer de la televisión para recuperar su vida. Escapar de todo y que la gente le olvide. La audiencia de la tele, que hoy te encumbra y mañana te derriba, ha sido la audiencia nacional de su sentencia, pasar de héroe a villano sin haber sido ni lo uno ni lo otro.