Un campeón sin ángel
El ciclista madrileño Alberto Contador acaba de ganar su tercer Tour consecutivo, un éxito bárbaro y sin embargo no le ha salido ningún aura alrededor de la cabeza, ni brotado una corona de laurel entre las orejas, como le ocurría a los héroes de la Grecia clásica, ni tan siquiera ha sido capaz de levantar un poco de pasión por el bravo combate librado contra los mejores ciclistas del mundo a lo largo de 3.642 kilómetros.
Resulta que mostró un acojono atroz en la última contrarreloj, como cualquier tipo normal, y al final hizo falta recurrir a la foto-finish para saber que sólo fue un pelín más rápido que Andy Schleck; o dicho de otro modo, que la ventaja que tomó para ganar el Tour la sacó vilmente aprovechándose de forma pirata del tiempo que el corredor luxemburgués perdió por culpa de la avería que tuvo en la cadena de su bicicleta en la controvertida subida al Port de Balès, en la decimoquinta etapa.
Por si fuera poco, festeja sus triunfos haciendo como que pega tiros con la mano, lo que sin duda indica algún tipo de patología belicista, y además ¿acaso no mantuvo relaciones con el doctor Eufemiano Fuentes, famoso por sus pócimas milagrosas, y Manolo Saiz, siniestro brujo del ciclismo global?
En resumidas cuentas, a Alberto Contador, ganador de un Giro, la Vuelta a España y tres Tour consecutivos, amén de otros muchos torneos, le están escatimado el honor de entrar por derecho en el parnaso deportivo por cuatro absurdas razones:
Porque no ha necesitado de una machada, ni el recurso a la épica, para llegar de amarillo hasta París, pero en cambio supo mantener un emocionante pulso, hasta la penúltima pedalada, con Andy Schleck y sobre todo ha sido claramente superior al resto del pelotón.
Por proferir una mentirijilla en la famosa etapa de Pamiers-Bagneres de Luchon y estar más pendiente del qué dirán, en vez de actuar como un tío duro en plan Lance Armstrong. Dicho de otro modo: asegurar primero que no había visto a su contrincante sufrir la avería cuando éste le atacó en el momento decisivo de la etapa, y luego rectificar, desdecirse y pedir perdón como un mea pilas. Armstrong habría dicho: que se joda, y si no, que aprenda a meter los cambios de la bicicleta.
Por realizar una excelente subida al Tourmalet, codo a codo con Schleck, y después ir de sobrado, dejándole ganar la etapa reina para compensar la patochada del día anterior, pero de tal forma que quedara meridianamente claro que le hacía un favor. Para adornar el teatrillo, luego le dio una serie de palmaditas en plan colega y le pasó la mano por la cara con una sonrisa que derivó en siniestro rictus.
Y por último, y más importante, por haber dominado la mejor carrera ciclista del mundo años más tarde de la descomunal gesta protagonizada por Miguel Indurain, y ahí sí que no ha tenido culpa alguna el mozo de Pinto.
De haberlo hecho antes, habría podido vivir como un rey del cuento por siempre jamás, como Federico Martín Bahamontes tras ganar el Tour de 1959; o como Luis Ocaña, el español de Mont de Marsan, que venció en 1973, cuestionó la genialidad de Eddy Merckx y su gesta sirvió además para dignificar la figura del emigrante; o Perico Delgado, vencedor en 1988, y a quien por eso mismo se le perdonó su mala cabeza en el monumental despiste que protagonizó en la siguiente edición, al presentarse 2 minutos y 40 segundos tarde en la rampa de salida de la etapa prólogo de Luxemburgo y perder sus opciones de reeditar el triunfo.
Es decir, en sólo tres años ha igualado lo conseguido por tan insignes ciclistas durante noventa años, y sin embargo se está mirando a Alberto Contador con lupa; de forma artera, como si no hubiera merecido el galardón, e incluso le sacan cuentas del pasado año, por haber chafado el esperadísimo regreso a la carrera del altanero Lance Armstrong.
De todo eso me he dado cuenta de súbito, pues tanto absurdo y cicatería hacia Contador me ha sacado del letargo en materia ciclista en el que había caído desde que Indurain perdió su tronío en el Tour de 1996, cuando la grande boucle enfilaba camino de Pamplona para rendirle pleitesía, el mocetón navarro se puso malito de aguantar tanta lluvia y me amargó los Sanfermines (lo cual es mentira, pero queda como dios).