Las negociaciones de los partidos políticos tras las elecciones del 23-J, el precio de las hipotecas, la ola de calor, los fichajes en el fútbol, todo ha quedado barrido por un tsunami procedente de Tailandia: el asesinato, descuartizamiento y ocultación de los restos de un ciudadano colombiano a manos de un joven cocinero español.
El hecho de que el asesino sea hijo y nieto de famosos artistas de la farándula ha generado una inusitada y morbosa expectación; leo y escucho con suma atención cómo funciona el sistema penal tailandés, cómo transcurre el día a día en sus hacinadas, sórdidas y corruptas ergástulas. Llegados a este punto me malicio que su propósito no sea otro que el de infundir compasión y generar comprensión para con el detenido al ver el futuro, ganado a pulso, que se le avecina. El hecho de haber confesado un crimen tan aberrante, minuciosamente planeado, nos define bien a las claras la catadura moral de ese sujeto.
El Código Penal tailandés nada tiene que ver con el nuestro; su concepto de justicia punitiva se encuentra en las antípodas respecto a la llamada justicia “restaurativa” que beneficia exclusivamente a quien quebranta la ley.
La condena que le impongan será cadena perpetua, sin apellidos, o la última pena, sujeta a indulto real.
En la actualidad hay compatriotas, sin abuelo ni padre famosos, cumpliendo pena en países cuyas penitenciarías son el pandemónium; nadie se acuerda de ellos ni se preocupa de su infierno cotidiano. “Dura lex sed lex”, quien la hace la paga y no le salva ni Curro Jiménez con su banda.