Hace unos meses encontré dos billetes de veinte y uno de cinco cuando iba a por el pan. Dejé recado en tres locales, y un teléfono, porque imaginé que quizás para alguien aquella suma podía significar llegar o no a fin de mes. Me llamó al cabo de unos días. Era un chico que hacía labores para un bar. Quedamos, me dijo lo que había perdido y lo dejé tal como lo encontré, sobre la barra del bar. Insistió en invitarme a algo, y me dijo que ojalá hubiera más gente como yo. Le contesté que eso no era ningún mérito, que era educación recibida. Y que la mejor forma de agradecérmelo era hacer lo propio si tenía la ocasión. Ese tío se fiará de mí toda su vida. Ayer me hurtaron una bandolera con poco menos de lo que vale una hoy día. Hurto lo llaman. O sustracción. Un robo, en castizo, vamos. En un súper, de día, y dejando la secuencia y la jeta en unas diez cámaras. Se sienten seguros. Se habrán quedado el líquido y tirado a un contenedor lo que a mí me ha complicado la existencia. Y la policía me dice que, si los encuentro, no me enfrente. Y se me queda la sangre de horchata. Bilbao no es seguro, ni porque lo diga Aburto, ni por su culpa. No lo es. Pero esta que les escribe seguirá dejando un recado cuando vuelva a encontrarse con algo que pueda ser vital para otro ciudadano. Y también pensando que, a este paso, acabaremos reescribiendo Fuenteovejuna.
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