Bill tiene miedo. Mantiene el peso aunque haya perdido la ilusión. Deja el verdejo y va al aseo. Ahí no hay ventanas y él ansía la luz que le falta. Se mira en el espejo y este le devuelve hastío y derrota. La soledad. En el evento, nadie ha reparado lo más mínimo en su persona. Es transparente. Ocupa el último urinario, y al manipular la cremallera suena la calderilla en un bolsillo. No tiene por costumbre guardar monedas ahí. Vuelve a la sala y constata que sigue solo en multitud, aunque grite. Siguen a lo suyo, picoteando canapés, enredados en modismos. El verdejo está caliente. Le ha salido el futuro respondón, tan injusto cono duele. Y no le quedan balas. Así que abandona el edificio y toma un taxi. Se maneja con un par de monosílabos a través del retrovisor. La temperatura baja un par de grados. El taxista conduce con velocidad de autoescuela. No sabe adónde le lleva, porque él no le ha dado instrucción alguna, pero le deja hacer por curiosidad. Entonces, el taxista acciona el intermitente derecho y reduce hasta parar, y la temperatura desciende aún más. Y pregunta ¿Aquí, sin más? Y el taxista asiente. ¿Qué le debo? Nada. Es cortesía del organizador del evento. Busca las monedas que recuerda en su bolsillo y se las ofrece como propina. No -sonríe pausadamente el taxista sin volverse-. Guárdelas para el barquero. (Un whisky en tu honor, Bill, escocés y colega, que tomaste un taxi en Bilbao, el pasado martes).