Era búlgaro de raíz y ruso adoptado. Y profesaba. Lo conocí en San Petersburgo, y después del evento, quedamos para unas copas. Me habló de años muy duros, los de un chaval de 12 que no entiende lo que pasa; el tuétano helado, el hormigón, las alambradas, las sirenas. Un mundo de paredes. Todo un imperio, y pintado con solo dos rotuladores, chaval, a ver si te enteras. El gris y el verde tono sumiso. Tan militar y tan triste. ¿Cómo no íbamos a ser tan buenos en álgebra y ajedrez? Y me explicaban -en el tono de quien se dirige a un sordo- que más allá no había nada mejor. Y si no lo entendía, me lo ordenaban. No te imaginas lo que era un gulag, Luis. Lo de los campos del nazi, pero con muchos menos likes. Luego hubo un poco de luz, cuando lo del muro. Vimos otros colores. Hace una pausa, me hace un gesto, le digo que sí, y me sirve un vodka. Él se pone dos. Y le tiembla un poco el pulso. Me mira, y veo en sus ojos la vida de un hombre de verdad. Si esa reunión hubiese tenido lugar hoy, mi nuevo amigo Petkov reviviría los grises y los verdes. Y tendría que controlar el vodka.
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