Alcanzaron la granja semiderruida reptando y agotados, mientras los obuses silbaban antes de ser metralla, mirándose de reojo y haciendo cálculos que ya no llevaban a ningún lado. Antes de desplomarse rendidos, se miraron sabiendo que ya no quedaban fuerzas para matarse y apuntalaron un tejadillo acarreando una viga. Cuando el infiel despertó, el moro ya había encontrado La Meca y se plegaba ante su dios. Después limpió las heridas del otro y siguieron días de silencio, sin más que hacer que leerse la mirada y comunicarse de forma casi telegráfica. Compartieron latas de atún y mojama y el agua de sus cantimploras, racionaron los pitillos, pasándoselos hasta que se quemaban las yemas, mirándose y mascullando, cada cual en su idioma, "maldita guerra". Y el moro volvía a sus oraciones y el infiel a sus pensamientos. Después fumaban y repetían, el uno en el idioma del otro "maldita guerra". El sonido de las bombas al caer es algo que ni se olvida ni se añora, y cuando se convirtió en rumor, retiraron unos cascotes para que entrara el sol. Y aunque el aire que trajo aún era dulzón y picaba en la garganta, el moro sonrió por primera vez, mirando el cielo, mientras el infiel, en cuclillas, murmuraba cabizbajo y con las palmas unidas. No sabía que fueras creyente. Yo no tengo dios. Le rezo al tuyo.