Se ha cumplido un año en la que una turba enardecida y violenta asaltó la sede de la soberanía del pueblo estadounidense, esto es, el Capitolio, en un intento cuasi desesperado de impedir la certificación de la victoria del electo presidente Biden, elegido democráticamente dos meses antes. Las teorías conspiratorias y fraudes de unas elecciones amañadas y robadas, alentadas y jaleadas, posiblemente, por el todavía presidente saliente, condujo a unos hechos que a día de hoy siguen sin aclararse debidamente. Aquella suerte de fanáticos paramilitares y extremistas de derechas campó a sus anchas por salones y hemiciclos, de la que dicen primera democracia del mundo, tan orgullosa ella de sus barras y sus estrellas. Lo cierto es que un año después, no parece irle mucho mejor a esa democracia. Las investigaciones, puestas en marcha para esclarecer aquellos hechos y dirimir responsabilidades están bastante lejos de conseguirse. Los partidarios del presidente saliente siguen convencidos del fraude (sus propios legisladores lo creen) y gran parte de la sociedad estadounidense se lo cree, en lo que parece un país cada vez mas dividido. Las desigualdades que siempre han estado presentes, en la sociedad estadounidense, parecen haberse agudizado en este año transcurrido. Tal vez esta democracia de barras y estrellas de la que algunos dicen estar tan orgullosos, debería mirarse su propio ombligo y revisar que no está del todo hueca; o acaso pretendan exportarnos lo peor de ella.