Pese a la distancia de rigor y a las odiosas mascarillas, la convivencia en el aula durante la jornada electoral ha sido, una vez más, muy enriquecedora. Miembros de la mesa, interventores, apoderados y organizadores, nos hemos limitado a lo cotidiano y hemos olvidado, por unas horas, las txartelas que nos identifican a cada uno con un color o unas siglas. Apenas hemos hablado de política; tan sólo algunos comentarios sobre nuevos partidos que se presentaban, el índice de participación o ideas que la tecnología nos brinda hoy para hacer esto más concurrido. Hemos compartido risas, cafés y bocadillos. He visto a militantes de posiciones antagónicas saludarse con respeto, ofrecer ayuda, e incluso felicitar al adversario cuando avanza al recuento. Y al salir cada uno a lo suyo, no dejo de preguntarme por qué es tan difícil trasladar este clima a la calle, a los medios, a los debates o a los congresos. Somos, ante todo, personas; y hemos visto una vez más que no nos cuesta tanto sintonizar en blanco y negro. Quizás nuestro problema sea cromático y sean los colores los que nos llevan a posiciones enconadas, a ideas atornilladas y a la respuesta en la recámara que precede a la pregunta, sin pararnos a pensar, como obliga cada vez que nos confinamos con diferentes en una diminuta sala durante horas.