Aparentaba fragilidad cuando avanzaba justo delante de mí en la cola de la panadería. Le calculé más de ochenta. Humilde e impecable. Se ayudaba con un bastón, siguiendo, a regañadientes, indicaciones de algún hijo para evitar caídas y la temida rotura de cadera. No se me escapó el detalle de la mano artrítica, y recordé las coladas de agua fría de un lavadero de río en los helados inviernos. Ella ha pasado por tiempos peores. Mucho peores… -pensé-. Y, sin embargo, mírala, puntual como un tren suizo a recoger su barra y a intercambiar unas palabras con quien guste de escucharla. ¿Quién le iba a decir a ella que después de dos guerras, de incontables crisis, de los que dejó atrás, del pan duro, de los desvelos... se iba a ver en una de estas? La cola se detuvo y por un instante nuestras miradas se cruzaron. Vi la mirada de una niña bajo sabias canas, con facciones que el tiempo y la vida no habían podido endurecer como tocaba, con bolsas bajo los ojos, llenas de tortuoso aprendizaje, con entrenada resignación. Con dignidad. Era la única en la fila que se mantenía sin pisar siquiera las líneas de distanciamiento improvisadas en el suelo, quizás porque durante muchos años todo el mundo le dio órdenes. Tan frágil y tan fuerte. Creo que sabía muy bien lo que yo estaba pensando. Y entonces, me regaló una sonrisa velada, que no pude resistirme a devolverle.