No es necesario que concrete el parque infantil en el que se produjo la escena. Tampoco el día ni la hora. El caso es que se produjo. Lo vi con mis propios ojos. Columpios, niños y niñas disfrutando entre risas, carreras y gritos llenos de alegría. Una de ellas, mi hija. Como otros padres y madres, yo juego el papel de espectador más o menos activo de estos momentos de ocio. No puedo evitar fijarme en un niño que permanece al margen del resto. Parece observar los juegos de sus compañeros un tanto ausente, pero se le dibuja una sonrisa de vez en cuando, cuando un grito se eleva más de lo normal o la carrera de uno de los niños se acerca a él. Su abuela, supongo, le da la merienda y le susurra frases al oído a las que el niño no parece responder. ¿Por qué no juega ese niño con los demás? Muy simple. Está sentado en una silla de ruedas. Vive en Portugalete y no es un jubilado con ganas de hacer ejercicio para mantener tonificados sus músculos, ni un adolescente que monta en patinete, ni un ciclista urbano. Para él no existen parques de ejercicios, ni skate-park, ni bici carriles. Él solo es un niño discapacitado que tiene que mirar cómo los demás niños se divierten mientras el ayuntamiento de esta villa, o la institución pertinente, no dispone del dinero o la voluntad suficientes para instalar un columpio adaptado para que pueda jugar en compañía de otros niños de su edad.