Ciudadanía y clase en Euskadi
Una de las maravillas de la democracia es que resulta el marco ideal –el único, diría yo– para crear estructuras de opinión, interés y convicción con visibilidad y reconocimiento públicos. Las iniciativas sociales de todo tipo son hijas de la libertad asociativa; los sindicatos, del consenso sobre el legítimo desarrollo de los derechos laborales; las organizaciones políticas y económicas, de la defensa regulada de sus intereses. Los partidos, de la institucionalización de la voluntad ciudadana en las decisiones, y así sucesivamente.
Conservar estas virtudes es imperioso para preservar un modelo de convivencia democrática. Suplantar funciones o tratar de absorber ajenas no ayuda. Aquí voy a ser muy claro: la democracia representativa se canaliza a través de los procesos electorales que configuran los poderes legislativos: sufragio universal. Cuando se sustituye por estructuras no legitimadas por esa vía, por representativas de parte que sean, la cosa acaba mal.
Lo cito porque esta semana he escuchado que ELA, cuya respetabilísima opinión tiene sus cauces de acción sindical, reprocha a los partidos democráticos que puedan ejercer el mandato de una reforma del estatus de Euskadi sin “participación social” que es como se refiere a sí mismo. Sería, según su criterio, un consenso logrado “de forma opaca entre las élites de los partidos”. No sé en qué difieren las élites de los partidos de las de los sindicatos o la opacidad de sus respectivas estrategias, pero creo que los primeros atesoran esa legitimidad del sufragio universal de la que los segundos o sus alter egos empresariales carecen. Dictar desde la convicción de clase sin someterse al más amplio principio de ciudadanía no es democracia, aunque ésta lo consienta.