Empecemos por aclarar el término. Dice la Real Academia de la Lengua que resiliencia es la “capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”. Lo que llamamos presencia de ánimo y consideramos virtud. A mal tiempo, buena cara, vamos.

Pero corremos el riesgo de confundir resiliencia con indolencia. Que te resbale todo puede ser un sistema de autoprotección emocional, pero si se traduce en puritita galbana, ya no eres un resiliente; solo un gandul. No digamos si, además, practicas el escaqueo consciente. Eso ya es un jeta.

Vaya usted a saber por qué, toda esta ocurrencia me ha venido al calor de la actitud del presidente valenciano, Carlos Mazón. Al principio, admito que pensé que su obligación era estar al pie del cañón, tragando chaparrón tras la tragedia de la dana. Ahora, ya no sé qué pinta aferrado al cargo, sumando desprestigio y contaminando con ello el servicio público y la política. Originalmente, veía a un hombre desbordado por el dolor, la preocupación y la pena. Ya me resultó sospechoso que no añadiera la responsabilidad a esos factores de conciencia.

Desde entonces, la sucesión de cambios de versión sobre su propio desempeño –y conste que me da lo mismo con quién alargara la sobremesa en el día de autos– ha generado una espiral de descrédito que solo justifica su “resiliencia” en el cargo en la necesidad de su partido de no asumir un fracaso de gestión que desmontaría su estrategia de posverdad. Todos saben que alguien tiene que pagar con su cargo los errores insoportables que costaron vidas, pero la prioridad es agarrarse a una escarpia mientras se busca culpables en otros entornos. Esa resiliencia del “y tú más” es tóxica.