AHÍ va una apuesta a ciegas: cuando escribo estas líneas no se han cerrado las urnas en Rusia –que llevan tres días abiertas, ya son ganas– pero me juego una uña a que, para cuando las lea el que se atreva, ya habrá ganado Vladímir Putin con al menos 7 de cada 10 votos. Es lo que pasa cuando a uno se le lleva muriendo la oposición 25 años en la cárcel o el exilio y controla la información de su ciudadanía so pena de extremaunción.

El dictador ruso –esto del sufragio acaba en mero formalismo en según qué términos– apenas se parece ya a sí mismo tras los chutes de colágeno y elevación de pómulos y aquel tipo de cara larga y ojos lánguidos lograría hoy, con unas gafas redonditas, mimetizarse con el rostro de Lavrenti Beria, el genocida favorito de Stalin, que le siguió a la tumba solo seis meses después de la muerte del dictador. El risueño Kruschev heredó el reino mediada ejecución sumarísima.

A lo mejor por eso Putin decidió que él heredaría el imperio de Boris Yeltsin desde el primer día, no fuera que le accidentaran en la lucha de poder que seguiría al defenestramiento del alcoholizado primer presidente ruso. Así que, en pocos meses, el oscuro responsable de los servicios secretos exsoviéticos, pasó de ser un desconocido primer ministro del montón –allá por 1999– a presidente.

Luego se la jugó a los chechenos y los aplastó; a los europeos y los hizo dependientes de su gas; y a todos los que no han caído en su lado de la red, les recuerda que tiene un arsenal nuclear cogiendo polvo, que vaya desperdicio. Así que, ojito con el tipo, que es de los que morirán en el cargo cuando le dé la gana si a nadie le da la gana de morirle antes. Y, con el otro gran botón rojo a punto de caerle de nuevo a Trump, nos va a acabar dando más confianza la China de Xi Jinping pese a su opa hostil a la economía mundial. ¿A que dan ganas de correr? Pero, ¿hacia dónde?