ADMITO que no soy especialmente carnavalero. No me da por pintarme la cara, que ya me la pintan bastante sin permiso, y creo más que suficiente el disfraz de periodista prudente que llevo todo el año y que oculta al hooligan que hay en mí. Admito que la parte fiestera está muy bien, como todas, pero creo que el espíritu transgresor que debía tener en origen se confunde demasiadas veces con pasarse cuatro pueblos, para lo cual ni siquiera hace falta pasarse cuatro copas, aunque a menudo ocurre, ni está circunscrito a esta celebración en concreto.

Tengo la sensación de que hay un buen puñado de tipos disfrazados de persona a los que se les cae la careta en ciertos casos. No me explico de otro modo las agresiones sexuales que se repiten en cada evento multitudinario, alcohol mediante o no, proclive a la desinhibición. De hecho, la experiencia nos cuenta que esto del Carnaval no es más excusa para estos campeones de la intimidación, el abuso y la violación que las fiestas del pueblo, un concierto musical o una quedada de licenciatura. Falta fondo de sentido común y sobran excusas para transgredir los límites de lo admisible. Y, llegados a este punto, me voy a poner todavía más intransigente, la verdad. Sé que hay cierta condescendencia, incluso penal, ante la presencia de alcohol o drogas durante un comportamiento inaceptable, como mínimo, o incluso delictivo, en demasiadas ocasiones. La pérdida del control minimiza el grado de responsabilidad y acaba atenuando la consideración de esos comportamientos. No lo compro. Se te puede ir la boca con la copa sin que se te vaya la mano a propinar una caricia impuesta a otra u otro. Sé que cualquiera que decida darse un baño de socialización a base de litros no lo hace con la idea de animarse a hacer lo que nunca haría sobrio. Pero sí creo que hay que ser muy poca persona antes para sentirse tan machote después.