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Biribilketa

Democracia en las antípodas

EL que conoce al arriba firmante sabe que se pone muy pesado con diferenciar la democracia del sufragio. Que si algo –de lo mucho que– le reprocha al populismo y a sus votantes es que busquen las urnas como mera palanca de poder sin preservar los principios de convivencia, de igualdad en la justicia y de derechos de las minorías. Que, al fin y al cabo, es lo que diferencia una democracia de las hordas que, antes de la institucionalización de la convivencia, sencillamente integraban al diferente mediante el sometimiento o el exterminio. Esas cosas ya no pasan, claro. Ahora todo es mucho más civilizado y los derechos de esas minorías se desangran con el filo de las leyes.

Pongan un país democrático –podría ser ficticio– de los considerados avanzados; criado en la tradición liberal del parlamentarismo británico y con una Constitución centenaria que somete a criterio de su ciudadanía la oportunidad de reconocer los derechos de una minoría étnica y cultural exigua de opinar e influir en las decisiones políticas que les afectan para que no las tomen sistemáticamente las mayorías sociales homogéneas en contra de sus intereses. Esa democracia aplica la herramienta del referéndum pero de ese proceso sale un rechazo mayoritario. Que esa minoría mejor está diluida en mecanismos legales que durante los últimos dos siglos y medio sistemáticamente le han arrebatado espacio y derechos, respaldado el acoso y hasta el asesinato de sus miembros. Ese país ficticio, que se llama Australia, acaba de rechazar que su población aborigen tenga derecho de decisión sobre asuntos que les afectan para cambiar un ciclo de acoso legal que permitió que un continente con un 99,9% de población indígena en 1770, cuando lo reclamó James Cook para la corona británica, tenga hoy apenas un 3% de aborígenes cuyos derechos seguirán laminados. Democráticamente, eso sí.