LA política española tiene dos grandes y valorados jarrones chinos y dos humildes botijos que, con el paso del tiempo, podrán ser más o menos ponderados o directamente olvidados. No busquen menosprecio en los términos. El jarrón chino está ahí porque se le da un valor que le permite superar modas, aunque lo que ofrece a la vista –y sobre todo al oído– esté demodè y no pegue ni con cola con su entorno por funcionalidad ni por armonía. En cambio, los botijos salen a la palestra para cumplir una función de utilidad decidida por otro, pero nunca ocupan un lugar principal en la decoración. A nadie se le puede escapar que los dos primeros son Felipe González y José María Aznar y los segundos, José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy. El último, por incorporarse más recientemente a la balda de los presidentes amortizados o por su propio carácter, no es dado a las estridencias, pero sí muy bien mandado. Bien es verdad que no tiene para alardear tras haber sido el único descabalgado en una moción de censura por corrupción de su partido. Marcado por la imagen de no hacer nada, dejó que las hicieran pardas a su alrededor, y encaminó al PP hacia el vigente populismo visceral.

Pero lo realmente atractivo de estudiar en psicología es lo de los jarrones. Aznar y González coinciden en su elevado concepto de sí mismos y, a la vista está, en el proyecto nacionalista español. En esa hoja de ruta, el derechista explota su ascendiente –demostrar a la derecha española que incluso en democracia podía detentar poder– marcando discurso sin cesar a sus sucesores. Influye y le arropan sus vástagos ideológicos. En cambio, el socialista influye más en favor del estado de ánimo de sus rivales a base de desgastar a Zapatero, primero, y a Sánchez, después. Mira uno con ternura al humilde y nada vistoso botijo. Al menos mantiene el agua fresca y no la emponzoña.