La madre del cordero de estas elecciones no es cómo convences a los electores vascos para que vayan a votar sino con qué objetivo. Hay una voluntad de plantear el 23-J como unas elecciones presidenciales entre Sánchez y Núñez Feijóo, que es todo lo contrario a lo que la democracia parlamentaria busca con un sistema proporcional.
A PSOE y PP les interesa dar esa imagen, como si al primero no le hiciera falta consolidar la diversidad territorial con unos partidos bisagra fuertes en busca de un respaldo imprescindible y el segundo no dependiera de una coalición de gobierno con Vox, tras haber dedicado los últimos años a romper los puentes con todos los demás.
En Euskadi, ese dibujo bipartidista no es real. Esta semana venía a refrendarlo un Sociómetro que dibuja una perspectiva electoral en la que 16 de los 18 escaños en juego en el Congreso decantarían a fuerzas políticas que se han situado al mismo lado de esa frontera: PNV, PSOE, EH Bildu y Sumar.
Lo que abre una perspectiva completamente diferente sobre el concepto de voto útil. Euskadi no va a consolidar un gobierno de las derechas españolas pero sí va a tener que decidir su capacidad de influir, de tener voz y agenda propias en el próximo legislativo español. El refuerzo, o la merma, de esa representación tendrá incidencia en una legislatura en la que nadie tiene asegurada una mayoría, por más que sea el objetivo de la coalición de facto PP-Vox.
El resto de partidos corren el riesgo de ser arrastrados por esa polarización, que ha construido el discurso de que el 23-J consiste en alcanzar o evitar la mayoría absoluta de la derecha nacionalista española. Pero en el Parlamento español no habrá una defensa del autogobierno, de la descentralización, si no la hacen las fuerzas de raíz vasca.
La experiencia acredita que no se refuerza por parte de los parlamentarios vascos de los partidos de obediencia estatal. Ningún diputado de PSOE, PP o Unidas Podemos elegido en Euskadi ha promovido una sola iniciativa en esta dirección y se han diluido en la conveniencia de sus matrices españolas.
En paralelo, la izquierda independentista ha apartado su perfil soberanista para ser homologada en Madrid. Los éxitos narrados por EH Bildu se han movido en torno a políticas de pretendida sensibilidad social –vivienda, subsidios, normativa laboral– cuyo efecto más tangible es una erosión de la capacidad autogestora de las instituciones vascas, incluso en ámbitos de su exclusiva competencia. Esa apuesta por ser cola del león de las izquierdas españolas es el augurio de su prioridad.
Y su prioridad es disputar al PNV el liderazgo soberanista en Euskadi en unas elecciones que no van de eso pero que puede permitirle escenificar un crecimiento que no ha existido en términos absolutos de voto pero que agita apoyado en la desmovilización de una parte del electorado vasco que se venía decantando por los jeltzales.
La campaña de estos es la de la representatividad de la agenda vasca en Madrid y la búsqueda de una fuerza que haga necesario introducir las prioridades e intereses de la ciudadanía vasca en las políticas del próximo gobierno por el valor de sus votos parlamentarios. Esta misma semana, el Consejo de Ministros aprobaba una dotación de 40 millones para Urdaibai defendida en solitario por el Grupo Vasco que lidera Aitor Esteban. En Euskadi, el 23-J se vota la posibilidad de continuar introduciendo esta agenda en la del Gobierno español.
La campaña del PNV tendrá que afrontar las corrientes mediáticas que soplan en otra dirección y la pinza de intereses en torno al eje izquierda-derecha –que sirve a la vez para distraer de una agenda cada vez más explícita de centralización vs autogobierno–.
Ese domingo de julio retratará si el electorado vasco teme más a la derecha española que a la pérdida de su capacidad de gobernarse; si cree que su voto es importante o sus vacaciones lo son más –muy propio de la condición humana-; si, en definitiva, vienen cuatro años de influencia vasca en Madrid o una travesía del desierto.