LLEVAMOS un tiempo con el run-run de repensar la democracia y, como la máxima ya se ha convertido en parte del paisaje, ya se sabe que un paisaje solo se echa de menos cuando se deteriora o se pierde de vista. Democracia directa, democracia participativa, democracia líquida, toda una panoplia de conceptos con el común denominador de opositar a los modelos de democracia representativa que han consolidado el sistema en el mundo durante el último siglo. No esperen aquí un alegato contra la participación directa; tampoco un sermón en su favor. La preocupación va por el lado de que, mientras nos distraemos confrontándolas, se nos cuela el deterioro de sus principios a base de comodidad, populismo y manipulación de la información. Incluso la terminología de la amenaza es atenuante. Denunciar manipulación nos alerta, pero una fake new no es más que un accidente amortizable para el imaginario común. Las consumimos y olvidamos pero nos queda su residuo filtrado en los riñones. Ante las estrategias de control de la opinión pública, ese populismo maniqueo que señala al rival como enemigo, que apela a lo más visceral de la condición humana, a sus miedos, a sus deseos, a sus ansiedades y a sus intolerancias, se acaba preguntando uno si no estaremos perdiendo el pulso con la esperanza de que el votante sea capaz de proteger los límites de los derechos y libertades. Y ya hemos caído en la trampa. Censurar una barbaridad se considera una intolerancia mayor que la propia barbaridad o mentira difundida. Porque nos toca las narices limitar nuestra libertad de elegir por respetar la ajena, más si son derechos de colectivos con los que no nos identificamos. En el mundo de ChatGPT y redes de información que sustituyen la obligación de veracidad por voluntad de éxito vamos a perder la democracia si nos quedamos huérfanos de empatía y sentido crítico.