Es de primero de agitación y propaganda que la proximidad de elecciones es el momento ideal para convocar huelgas en el sector público. La huelga es un derecho de los trabajadores que administran los sindicatos y estos mantienen un pulso permanente con las administraciones porque en el sector público no se concibe el realismo práctico de mantener viva la estructura porque los servicios y los empleos no salen de una cuenta de resultados. Afortunadamente, añadiré. Así, es la punta de lanza de la consecución de derechos laborales que se implantan en el imaginario colectivo –duración de jornada, salarios medios, regulación del tiempo libre...–. Esta es una ventaja, tengámoslo claro, porque muchos aspectos no habrían evolucionado de no tener como motor al sector público. Pero tengamos también claro que hace ya tiempo que el tejido laboral hace la goma. La vanguardia pública estira a un ritmo que el sector privado no siempre puede seguir y se distancia del común de los trabajadores. Todo este rollo para pedir cordura y sinceridad, porque el patrón que extrae la plusvalía de la actividad de los trabajadores públicos es el conjunto de la ciudadanía, no un sátrapa que se enriquece a costa del esfuerzo ajeno. Que es tan legítimo aspirar a mejorar las condiciones laborales que la opinión pública merece conocer y valorar ese derecho por sí mismo, no oculto bajo discursos apocalípticos. Cuando la sanidad, la educación o la administración de justicia se movilizan en defensa de sus derechos sería bueno que no se envuelva en retóricas. Porque el “desastre” de la Justicia que denunciaban los letrados se ha resuelto con una subida salarial; el “desmantelamiento” de la educación o la sanidad públicas se reclama solventar con mejoras de salario y jornada. Sin reproches pero con lealtad, que la ciudadanía ya sabe que desactivar el conflicto también es un modo de que el servicio mejore.