NO sé si caemos en la cuenta de cómo se ha transformado aquello de la solidaridad intergeneracional, y si vamos tomando conciencia de ellas. El enunciado se ofreció a la opinión pública para explicar el modelo de cotizaciones a la Seguridad Social. Aquello de que los trabajadores en activo paguen las pensiones de los jubilados se basa en ese principio. El inconveniente de que un mayor volumen de clases pasivas –fruto del baby boom– tenga que soportarse en una natalidad descendente –fruto del exceso de oferta de ocio, si hay que escuchar a los que dicen que el roce está ya a cola de prioridades– ha llevado a algunos a ser críticos con esa solidaridad de las nuevas generaciones con los veteranos: “Lo que a mí me quitan para pagarte la pensión a ti”.

Yo veo ese debate como propio de la ligereza del nuevo rico. Allí donde la pensión de amama o aitite soportan la crisis que no permite holguras presupuestarias no se habla de ello. Ahí, la solidaridad intergeneracional está invertida. Como lo está con la nueva ayuda a la emancipación de los jóvenes, que se pagará con los recursos públicos que generan sus mayores. La medida tiene la virtud de dibujar un mapa que ya implica a tres generaciones: los pensionistas, los cotizantes y los que lo serán. La cadena es más larga que el mero vosotros-nosotros y, cuantos más eslabones acumula, más alcance tiene.

Podríamos decir lo mismo de las ayudas a la natalidad. En definitiva, de lo que se trata es de poner al discurso más economicista ante sus contradicciones. La solidaridad intergeneracional no es más que el principio de cohesión social en términos temporales. Dedicamos tanto tiempo a acuñar discurso sobre ese principio aplicado a teorías del reparto de la riqueza que se nos pasa que crearla es una carrera de relevos, que habrá que arrastrar a ella a quienes vegetan en la mocedad y no arrojar a la cuneta a los que se dejaron el resuello recorriendo su tramo.