Ya sé que, a estas alturas, en una mecánica de debate de blanco o negro superficial, hablar de desglobalizarnos suena a barbaridad, a rancio nacionalismo socioeconómico o a terraplanismo cultural. Conozco el riesgo pero deberíamos contrastarlo con la experiencia.

Frívolamente, hemos identificado las virtudes de la globalización con la facilidad para irnos de vacaciones o a trabajar a cualquier parte del mundo, con comprar más barato productos de consumo o con disfrutar en casa de las series coreanas. Globalizarnos ha abierto oportunidades muy positivas en materia de comercio e intercambio de conocimiento, nos ha enriquecido culturalmente y nos ha abierto un horizonte de oportunidad de negocio. Bien, hasta aquí. Pero hace ya tiempo que hay indicios que nos advierten de los excesos y sus consecuencias.

Producir más barato más lejos es aumentar la dependencia exterior. No ya de las materias primas que no tenemos aquí sino de la transformación, desarrollo tecnológico, creación de valor, que sí podemos hacer. Nos ha hecho falta verlo en los microchips cuando no lo vimos en la siderurgia, el sector naval, el alimentario o el de los componentes de toda nuestra capacidad tecnológica.

Hoy, en Europa somos tan dependientes y hemos renunciado a tanta capacidad de producción en esos sectores que nuestra industria se para si no le llega un contenedor de China. Y no va a llegar.

Shanghai está colapsada, porque el repunte de la covid ha paralizado la economía china, que crece la mitad de lo que necesita para crear y sostener empleo. La experiencia de ese atasco de suministros, que ya padecemos desde hace meses, nos obliga a ser sinceros. A admitir que desglobalizar nuestras capacidades no es proteccionismo rancio porque no se trata de levantar muros al capital, los productos o las personas sino de ser capaces y no dependientes.