Cuando la muerte se vuelve cotidiana perdemos algo de nuestra capacidad de impresionarnos. Por mucho que nos duelan gazatíes o ucranianos o sirios o rusos, al acumulado de horror es difícil mirarle a los ojos con la misma reiteración con la que lo amamanta nuestra especie. El dolor, por muy consciente que sea, la rabia, por muy justa que resulte, se atenúan con la distancia y el tiempo y nos hacen callo en el alma. Pero, cuando el horror cotidiano está cerca, ¿cuál es nuestra excusa para la indolencia? Otras tres mujeres asesinadas en el Estado esta semana.