En el año 79 d.c. la ciudad de Pompeya fue sepultada tras la erupción de Vesubio y bajo las toneladas de lava fueron apareciendo siglos después algunos huecos que dejaron entre la ceniza los cuerpos atrapados de centenares de personas. A mediados del siglo XIX al arqueólogo italiano Giuseppe Fiorelli se le ocurrió rellenar con yeso esos moldes y es de esa manera como han llegado a nosotros los famosos restos fosilizados de varios pompeyanos, sorprendidos por la furia del volcán. Entre ellos hay personas que se abrazan y personas que abrazan sus joyas, pero sin duda una de las momias más famosas es la de un pompeyano que, aparentemente, abraza su miembro viril, en una ardiente y postrer masturbación. 

Supongo que no soy el único que alguna vez ha pensado qué sucedería si una muerte repentina lo retratara para la posteridad en una situación ridícula, sentado en la taza del baño, por ejemplo, o con las mudas sucias, en un accidente de coche, para horror de nuestras madres; a menudo me da también por imaginar mi bloque de pisos como un 13, Rue del Percebe o detenido en pause: en el momento en que escribo esta columna, por ejemplo, a mi alrededor habrá vecinos orinando, haciendo el amor, preparando un bocadillo, quitándose un tampón, respondiendo un wasap (ahora que lo pienso, si hoy en día sucediera algo semejante a la erupción del Vesubio la mayoría de las víctimas aparecerían encadenadas a un teléfono móvil).

En el caso del onanista de Pompeya la ciencia ha desmentido que esa persona decidiera despedirse del mundo dándole al cuerpo una última alegría. La sacudida de sus miembros (me refiero a sus brazos y piernas) no parece responder a un postrer orgasmo (la pequeña muerte, como lo llaman los franceses), sino a una contracción de los pulmones, abrasados por el flujo piroclástico, una nube compuesta por gases volcánicos y otros materiales incandescentes; una nube que, de todos modos, tampoco fue tan repentina como para que quienes se vieron envueltos por ella no intentaran huir o reaccionar (el Vesubio, de hecho, llevaba ya varios días vomitando fuego, y quienes permanecían en Pompeya eran mayoritariamente la plebe, los esclavos que cuidaban de las propiedades de sus amos, puestos a resguardo en lugares más seguros). Es, en definitiva, poco probable que en mitad de una devastación como aquella (la temperatura se elevó hasta más de 300º C) a alguien le diera por ponerse a tocar la zambomba. 

Pero… ¿y por qué no? La ciencia que diga lo que quiera, pero resulta mucho más hermoso imaginarse a ese pompeyano que, en su último suspiro, mantiene intacta la alegría de vivir, que escupe a la vez que el volcán la lava de su cuerpo, que sube al cielo en mitad del infierno, que, a un segundo del inevitable final, decide prolongar eternamente su pequeña muerte.