TODO comienza con la sensación de impunidad y diría que de conformismo ante el poder mediático amasado por unos pocos en la comunicación virtual. El problema es lo que ahí se permite y las consecuencias que tiene. La red social X –antigua Twitter– acumula críticas graves de permitir delitos de odio además de haberse convertido en el instrumento de expansión de la ultraderecha internacional. Fue desde ahí que se promovió este verano la oleada de pogromos islamófobos en Reino Unido.
Recordemos la reciente entrevista con Donald Trump en X y la distorsión (deepfake) a Kamala Harris saltándose las normas de su propia plataforma. En Brasil, Elon Musk ha sido acusado de permitir que su red se convierta en un espacio para la difusión de desinformación y los discursos de odio. Sin embargo, el Señor X no es el único: a Mark Zuckerberg también le acusan en Mónaco de incitar al odio por permitir que Facebook publique mensajes de incitación al asesinato, amenazas y negación del Holocausto. Y no borrar dichos mensajes ofensivos.
Los casos van a más y están generando un problema mundial no solo de ilegalidad, sino de retar a las leyes de la democracia. Hasta que no se prohíba la ocultación de datos por parte de quienes se expresan en dichas redes, la impunidad está servida. Y si las redes omnipresentes logran que la impunidad sea más fuerte que el delito de odio, nos acostumbraremos al “todo vale” de algunos multimillonarios.
Hace unos días hemos vivido un caso no menos preocupante. Tras el asesinato del joven de Castejón (Toledo), antes de que trascendiera su nacionalidad, se culpó a los inmigrantes de este hecho desde el anonimato de algunas redes sociales como parte de una campaña de Vox. La realidad es que el autor del crimen es de una familia originaria en dicho pueblo.
¿Hay que prohibir el acceso a internet a quienes siembran el odio en las redes? Con Tik Tok ya ocurre en varios Estados con los móviles de sus funcionarios en horas de trabajo. No veo porqué no pueda hacerse realidad el cierre de plataformas (X o Facebook incluidas) hasta que se comporten con criterios de derechos humanos preservados en las leyes. De hecho, la Fiscalía de Delitos contra el Odio ha propuesto identificar a los usuarios de las redes sociales y prohibirles el acceso a estas plataformas en los casos más graves. No sería la primera vez. El Tribunal Supremo ya ratificó (2022) la condena a un influencer que había ofrecido a un vagabundo una galleta con dentífrico, restringiéndole las visitas “al lugar del delito”, es decir, a YouTube.
En las redes sociales cualquiera que escribe se expone al insulto y la difamación, da igual los perfiles y las edades. La barbaridad es universal en internet. Si esto es percibido así por cualquiera con un mínimo de sensatez, no parece ilógico proponer la identificación con DNI de todos los usuarios. No vale el argumento de que sería poner puertas al campo. A los puristas que consideran esto una agresión a la libertad de expresión, les pregunto: ¿Dirían lo mismo si en lugar de delitos de odio y manipulaciones difamatorias, estuviéramos hablando de robos generalizados?
El argumento farisaico de que no se puede prohibir a alguien el acceso a una red social porque eso implicaría no solo la limitación de su derecho a ofrecer información sino también a recibirla, no se sostiene. Existen muchísimos otros medios de información que no cometen delitos contra los colectivos más vulnerables.
Creo que ya es hora de ver claro las graves consecuencias de los delitos de odio y las difamaciones impunes en las redes sociales, cuyo daño entiendo expansivo y de consecuencias deshumanizadoras generalizadas de manera diaria por quienes practican legalmente el odio contra otros seres humanos; a veces sin conocerles de nada, por el puro placer de desbarrar contra alguien en unos medios que se están forrando gracias a estas perversiones que dañan el tejido social y a personas concretas. Y gracias también a que estos medios sirven para embrutecer y alentar la antidemocracia de manera organizada.
Proteger a quien se lucra con el odio y la calumnia no es de recibo legal. Por esa razón se propone la identificación personal, para que ahí estén quienes quieran, pero sin la brutal impunidad imperante.
Odiar activamente es delito; si me obligan a llevar matrícula en la carretera, también debo llevar mi matrícula personal en las redes sociales para participar en ellas. A la vista está que los discursos xenófobos tienen el peligro real de que su caldo de cultivo derive en disturbios y enfrentamientos xenófobos. Cuando se antepone la hipocresía a la razón, el riesgo es de complicidad con la injusticia preexistente. La libertad exige responsabilidad; la censura es otra cosa.
No debemos ser cómplices de una forma de posverdad generalizada. Entra dentro de la lógica ética, política y jurídica que la legislación incluya fórmulas para corregir y penalizar las amenazas, la discriminación o la difamación desde el anonimato protegido en algunas plataformas. Ya se cuestiona capar algunos contenidos en los móviles de los chavales menores de edad por las consecuencias que ya se constatan. Y ante el argumento último de que nadie tiene obligación de entrar en estas redes sociales, se contrapone el que todo el mundo tiene derecho a hacerlo en condiciones de legalidad y seguridad jurídica que protegen derechos constitucionales… Y qué poco se menta a la Constitución en este tema. l
Analista