Quizá nos queda mucho para ser humanos del todo, y la realidad a veces nos lo suelta a la cara. Vivo estos días una circunstancia familiar triste: la pérdida de un ser querido. Por supuesto era muy buena persona, crecido en años y experiencias, vital. Llegó una complicación de salud que se lo llevó en unos días. La familia lo lloramos ahora mismo mientras escribo esto, mientras el pueblo entero está pasando por el velatorio en una mañana luminosa, con duelo en las miradas. Se escuchan los comentarios esperables, los lugares comunes que todos decimos, ese bálsamo para el sentimiento de desgarro ante la pérdida. Por más que los ritos intentan conducir el duelo, nos sentimos como la primera persona en sentir esa separación definitiva. Todas las estirpes humanas hemos encontrado en la muerte esas preguntas y esas incomprensiones que aunque intentamos solventar y asumir nos dejan indefensas.
Leía hace unas semanas de una chimpancé en un zoológico valenciano que incapaz de asumir la muerte de su bebé recién nacido lleva varios meses llevándolo agarrado a ella, cuidándolo. Un día lo dejará, pero mientras tanto el grupo al que pertenece la comprende y la respeta con su cariño.
Es curioso que hace solamente unos decenios hablar de duelo en los animales era tomado por una antropomorfización exagerada. Los etólogos nos lo descubrieron en primates, primos nuestros. Pero lo sabemos en muchas otras especies animales, sean orcas o elefantes. Los comportamientos sociales y altruistas en otras especies nos hacen reflexionar sobre si los humanos no somos simplemente animales un poco más indefensos unos días y más sagaces otros.
Quizá ser humano es encontrar un balance entre la alegría y el duelo. O poderlo hacer mientras velas a alguien que fue mucho para la familia hace nada.